‘De profundis’

En enero del año pasado publiqué un artícu­lo conmovida por un texto que acababa de leer en el diario asturiano El Comercio. Era de Olaya Suárez y en él contaba un antiguo misterio: unos excursionistas habían encontrado en 2015 el cadáver de un hombre en los montes de Somiedo y a 1.400 metros de altitud. Debía de tener unos 50 años, apenas pesaba 30 kilos, medía 1,30 metros y sufría graves deformidades. A juzgar por sus patologías, padecía un profundo retraso mental. Era ciego, no podía caminar y casi con toda seguridad tampoco hablar. Su apariencia era singular, en fin, pero nadie sabía de su existencia. Los investigadores dedujeron que la familia lo había tenido escondido, cosa que ha sucedido más de una vez. En ocasiones, estos ocultamientos han sido atroces y las pobres criaturas diferentes han pasado décadas atadas a una cama. Pero lo llamativo de este caso era la dulzura de trato que mostraba el cadáver. Estaba cuidado con primor, bien alimentado y afeitado, con las uñas limpias, el pelo cortado y aseado, sin una sola magulladura, ni rozaduras, ni cicatrices. Lo habían mimado. De hecho, consiguió alcanzar una edad avanzada, cuando sus patologías hubieran debido matarlo antes. Había fallecido de un infarto y lo habían dejado en una ruta de montaña, bien visible. Se diría que querían honrar al muerto y lograr que fuera enterrado debidamente. Cosa que sucedió.

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