La primera, separarse creativamente de sus antecesores y no vender solo los puntos álgidos de los 50, sino abarcar en sus colecciones el legado completo. El mito y la historia. Chiuri, desde el principio, no tuvo ningún problema en construir sus colecciones con gruesas telas de lanas, tradicionales del armario masculino, si las encontraba en el archivo, encajasen o no con lo que el mundo esperaba de Dior. La segunda y más importante, reinterpretar la posición que Dior ocupó en París cuando creó la maison que llevaba su nombre. Erigirse como una fuerza de cambio, pero ajustándola al que las mujeres necesitaban en su época. Es decir, repetir su patrón, sin reutilizar sus patrones.
Un taller artesanal
A pesar de que Dior acabó convirtiéndose en uno de los diseñadores más famosos de la historia, su ambición cuando presentó su proyecto al inversor Marcel Boussac era mucho más modesta. Originalmente, la propuesta que le hizo a Dior fue restaurar la maison Gaston, una antigua casa de Alta Costura que, de acuerdo con el propio modisto, “sufrió mucho a causa de las dificultades y restricciones de la guerra y tenía un ambiente anticuado del que hubiera sido imposible deshacerse”. Él la rechazó y su contraoferta fue la maison Christian Dior.
“De repente me oí diciéndole que lo que realmente quería hacer era crear una casa en la que todo fuera nuevo”, explicó en su autobiografía ’Christian Dior and I’. “Me atreví a describir la casa de mis sueños. Sería pequeña y apartada, con muy pocas salas de trabajo, pero en ellas se trabajaría según las más altas tradiciones de la costura. Los diseños, a pesar de su aparente sencillez, estarían de hecho elaborados y dirigidos a una clientela reducida de mujeres realmente a la moda. Por eso concebí mi casa como un taller artesanal, más que como una fábrica de ropa”.
Lo que sus clientas necesitaban después de la guerra era algo nuevo, evasión. Pero en 2016, cuando Chiuri asumió el mando de la maison, la situación era muy distinta: las mujeres no podían, ni querían, mirar hacia otro lado. Además, por si esto fuese poco, apenas meses después de la llegada de la diseñadora, en 2017, el movimiento Me Too serviría de catalizador para recoger las inquietudes que sobrevolaban la sociedad en cuanto a la posición a la que se había forzado la figura de la mujer, dando comienzo a lo que muchos teóricos ya definen como la cuarta ola feminista. Un contexto en el que no sorprende que el público femenino no necesitase que una de las pocas diseñadoras en una posición de poder creativo en París –nada ha cambiado en casi una década– les sugiriera ponerse un corsé. De ahí que la estrategia de Maria Grazia Chiuri fuese otra muy diferente: les sugirió que se pusieran una camiseta.
‘We should all be feminists’
Para sus primeras colecciones, Gianfranco Ferré, John Galliano y Raf Simons atacaron directamente la chaqueta Bar. El primero la reeditó prácticamente idéntica; el segundo la rehízo en lana y la combinó con una minifalda de cocodrilo, mientras que el tercero la combinó con unos pantalones cigarrillo negros de seda. Chiuri también hizo su versión, mucho más ligera y sobre una falda de tul, pero la pieza que pasó a la historia de su primera colección de prèt-â-porter fue una simple camiseta blanca de algodón estampada con el eslogan “We should all be feminists”, sacado del libro homónimo de la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie.