Oda a la tienda de barrio
Bajar a la mercería en busca del botón que se le cayó a mi abrigo y que jamás encontré y aprovechar para ir al mercado a comprar fruta o llevar al zapatero mis viejas (y adoradas) botas es el plan perfecto de una tarde de recados, que a menudo suele terminar con un café en la pastelería centenaria de la esquina. Para muchos, una delicia, para otros, un despropósito que no encaja en su ajetreado día al que le faltan horas. Frente a los que disfrutan tratando al pescadero por su nombre, están quienes prefieren hacer la compra vía online mientras viajan en el metro del trabajo a casa y recibirla en la puerta más pronto que tarde. Aluden a la falta de tiempo, aunque el móvil nos roba una media de algo más de 4 horas al día, según estudios recientes –mucho menos de lo que tardo en hacer el recorrido a las tiendas de barrio–.
Concha Díaz de Villegas la llama ‘cultura del desánimo’. Esta funcionaria jubilada ocupó, entre otros, el puesto de directora general de Comercio en el Ayuntamiento de Madrid, y cree que la supervivencia del comercio local depende, en gran parte, del apoyo de los ciudadanos, que debemos recuperar esa apetencia por acercarnos a la zona comercial de nuestros barrios. Aunque también señala la capacidad de innovación de los negocios, así como un engranaje institucional de asociaciones, ayuntamientos y administraciones, que deben impulsar y gestionar el espacio público de manera atractiva.
De los distintos proyectos en los que participó o puso en marcha a lo largo de sus 38 años de servicio, están el apoyo a los mercados, así como el programa de reconocimiento a los comercios centenarios de Madrid: “Nació en 2006 con una guía de bolsillo que incluía una treintena de establecimientos”. Con los años, las nuevas incorporaciones les llevaron a plantearse la necesidad de crear un portal online, en el que podemos encontrar la historia y ubicación de estos supervivientes, y también de pequeños negocios que llevan décadas en nuestras vidas. “En el mundo actual, aguantar más de 30 años en el mismo lugar ya tiene mucho mérito”, reconoce Concha, mientras reflexiona sobre la importancia del comercio local, característico y diferencial en las ciudades.
Pasear por cualquier barrio de Madrid con los ojos bien abiertos es como iniciar un viaje en el tiempo, donde convergen aquellas tiendas de toda la vida –pescaderías, pollerías, fruterías o mercerías– con negocios históricos que han pasado de generación en generación, reacios a abandonarnos. La Posada del Peine, el que puede que sea el hotel más antiguo de la capital (1610), los caldos de Casa Lhardy, abierto desde 1839, o la Librería de San Ginés (1650) son algunos de los rincones más característicos del distrito Centro y del barrio de Las Letras, uno de los que más comercio autóctono posee. “Tienes Capas Seseña, en la calle de la Cruz, un negocio centenario que ha sabido adaptarse, que convive con otros más actuales que se han integrado a esta propuesta, ofreciendo una zona comercial muy atractiva y distinta al resto de la ciudad”, recuerda la exfuncionaria. Las lanas de El Gato Negro, Ultramarinos Los Ferreros, la Farmacia Lavapiés o La Moderna Apicultura son visita obligada para turistas y madrileños ávidos de conocer la ciudad a fondo.
Aunque para negocios históricos, La Pajarita, uno de los centenarios que forman parte del imaginario de nuestros abuelos y que ha sabido colarse en las preferencias de las nuevas generaciones. Lo ha hecho incluyendo sabores tan millennial como el wasabi, el tabasco o el garam masala, aunque también utilizando nuevos canales de comunicación para llegar a ellos. “Los mensajes que se publican en las redes son mucho más directos, más frescos, muy visuales. También nos han permitido enseñar nuestro obrador, toda la artesanía que lleva la elaboración de nuestros productos y la paciencia y calidad de todos los procesos. Cuando el público puede ver casi en primera persona todos esos detalles, es muy difícil que no se enamoren de La Pajarita”, nos cuenta Rocío Aznárez, quien junto a su marido, Carlos Lemus, son los encargados de perpetuar el legado familiar de una bombonería que nació en 1892 y que, además de colmar los paladares de los vecinos más golosos de la Puerta del Sol, también sirvió de refugio durante los bombardeos de la Guerra Civil.