El martes 1 de julio de 2025, dos años y medio después de empezar a salir con él, Kylie Jenner dio un paso capital, espectacular, determinante: siguió a Timothée Chalamet en Instagram. Ya era hora, hija. Supongo que, en el mundo del famoseo extremo, uno no quiere exponerse a potencial humillación avanzando por sendas que luego quizá deba deshacer (y supongo también que la chiquilla tiene un perfil secundario solo para amigos y conocidos). El caso es que esta improbable pareja, por la que nadie apostó un duro en los principios, se afianza. Deuxmoi, la cuenta dedicada a chismes y rumorología, apunta ya a campanas de boda. Imagino lo contenta que estará Kris Jenner, con su rostro recién estrenado tras exitosísimo lifting y su hija favorita (en sus palabras) a punto de comprometerse con el actor fetiche de una generación. Pero, ¿cómo es que dos piezas tan aparentemente dispares del universo pop han acabado encajando, ya no solo en la intimidad sino de cara al público (un público que solía rechazar la unión y que ahora se descubre menos reticente a celebrarla)? Analicemos, por mero divertimento, los elementos que componen el vínculo.
A Timothée le conocéis bien: carismático veinteañero de Nueva York proveniente de familia francoestadounidense con alto capital cultural, criado en un entorno intelectualmente estimulante (vivía en un edificio famoso por la concentración de artistas y estudió en LaGuardia, mítico instituto para jóvenes con propensión creativa). Carrera precoz sin tropiezos en lo que a prestigio se refiere: apareció en Interstellar siendo un adolescente y se ganó su primera nominación a los Oscar tras protagonizar Call me by your name, obra hoy considerada de culto. Trayectoria meteórica con roles de peso, facciones de ensueño plantadas en anuncios de Chanel, todas las mujeres del planeta deseando ligarse al victoriano con pelazo. Y luego está Kylie, su némesis natural; el otro lado de la moneda desde prácticamente cualquier punto de vista.
Kylie es la pequeña del clan más hortera que ha existido y existirá: el Kardashian. Hijas de los rayos uva y del bótox, de bebés gateaban sobre las estrellas del paseo de la fama de Los Ángeles, ciudad que se ha rendido a sus pies no tanto por su talento como por su falta de él. Sí, las Kardashian han hecho de la falta de talento un talento, granjeándose millones de fans y acumulando millones (y millones y millones y millones) de dólares. Kylie creció frente a las cámaras de un reality, producto audiovisual situado en el polo opuesto a lo que ofrecen los festivales que frecuenta su novio. Orientada por su madre y mánager, pronto expandió sus dominios al terreno de la cosmética, y su triunfo fue tal que quizá sea la culpable de que un número ingente de celebridades haya sacado sus propias marcas de maquillaje. Curvas operadas, labios llenos de ácido, abundantes extensiones, vestidos de látex; una estética bombshell que, a priori, casa poco con la de su pareja. ¿O la complementa?