El último libro de Juan Tallón, Mil cosas (Anagrama) empieza cuando termina. Después de acabar la última página, arranca el viaje del lector hacia una zona oscura e indeterminada a la que nunca nadie quiere mirar. “Todo comenzó por un final que se resume en una pregunta, ¿cómo nos pueden llegar a pasar esas cosas que, de entrada, pensábamos que nunca nos podrían pasar a nosotros?”, explica de manera certera el propio autor en un hotel del centro de Madrid. Ese final que menciona es el punto de partida de una novela escrita en apenas un mes, con un estilo directo y apabullante que refleja el ritmo absolutamente endiablado –y desquiciado– que lleva la inmensa mayoría de la población adulta que vive en núcleos urbanos. “Yo sabía que iba a ser una novela corta y que iba a retratar un estilo de vida alienante en el que está instalada mucha gente, sobre todo en las grandes ciudades, con esa ansia de consumir y de estar haciendo todo el tiempo cosas para mantener la cabeza fuera del agua”, explica Tallón.
Con esa premisa en mente, la acción se sitúa en el último día de trabajo antes de que una pareja, Travis y Anne, se vayan con su bebé de vacaciones. Esa jornada que es el monte Everest figurado de cualquier asalariado por la cantidad de gestiones y asuntos que hay que dejar zanjados, pero también la promesa de una felicidad que casi se toca con la punta de los dedos. “Ese día, aunque es de mucho trabajo, también es un día feliz. Porque todos sabemos que en cuanto llegue la hora de salida comienza un período efervescente de descanso, de hacer cosas que te apetecen. Y quizás el mejor día de las vacaciones es el de antes de tomarlas: están por venir, no se han desgastado. El segundo día de vacaciones ya se te han ido dos. Pero en las vísperas están impolutas”, relata el autor sobre la particular naturaleza de esa jornada que nos sitúa ya en un lugar muy concreto en lo que al estrés y las emociones se refiere.
Ese día de la vida de esta pareja –que podríamos ser cualquiera de nosotros– se desarrolla frenético y, a la vez, podría ser igual que muchos anteriores. “La novela parece transcurrir por unos cauces casi anodinos, a lo largo del libro no pasa nada que no nos pase a nosotros en un día cualquiera. Pero cuando acaba la novela, comienza otra historia que no hace falta contar y que no hace falta escribir. Pero hasta entonces, todo lo que ocurre es pura vida diaria. Aunque hay una intranquilidad flotando desde el principio, tú te temes que en realidad se está larvando un gran horror en algún momento”, argumenta el autor.
Ese estado de permanente tensión y alerta ante esa infinita variedad de vicisitudes que pueden acontecer en cualquier momento –desde olvidar llevar un paquete a Correos hasta una trifulca de tráfico sin mayores consecuencias– nos coloca a todos, como lectores, en un estado de alerta continuada que nos resultar familiar y nos traslada a momento absurdos cargados también de mucho humor. “El libro tiene distintos registros, es decir es un libro con mucho humor pero, en un determinado momento, ya no es un libro de humor, sino de horror. Es un libro que se vuelve otro”, explica su autor. “Todo está pensado para que la experiencia de la lectura no esté completa hasta que no se acaba la novela. Solo entonces te haces una idea del espanto que hay en las vidas normales cuando se someten a la existencia alienante en la que todos estamos instalados”, añade.