Apóstatas de lo digital: el difícil deseo de dejar un rato el móvil | Estilo de vida

Vayamos a casos reales: la amiga que, tras borrarse todas las aplicaciones, hace un scroll en las imágenes de su propia galería a falta de una dosis de exposición ajena; el opositor que cambia su smartphone por un cacharro analógico y se sorprende trasteando con el teclado por la sección de ajustes; o el colega que se autoimpone ir al cine o al teatro para aguantar dos horas sin despistes. Y hay muchos más. La vampirización a la que estamos sometidos por nuestros dispositivos conduce a la búsqueda de espacios seguros. A renuncias fútiles en modo avión, a tentaciones desterradas al enchufe más lejano.

Pero de poco sirven estas insurrecciones silenciosas. El poder del móvil es tan fuerte que nos rendimos ante sus atributos: consultar los pasos andados, echar un ojo a la cuenta corriente, husmear en redes sociales, picar en alguna noticia que nos sugiere el navegador… Como promedio, lo sacamos del bolsillo unas 150 veces al día, aunque creamos que lo hacemos menos de la mitad. La mayoría de estos actos son automáticos, inconscientes. Lo desbloqueamos como quien abre mecánicamente una puerta, guiados por un impulso difícil de reprimir. Este apéndice de nuestro cuerpo se ha adueñado de nuestra existencia. Por eso, hay quien anhela, la mayoría de veces con escasos resultados, un descanso de la tecnología.

Son los apóstatas de lo digital. Los que desean deshacerse —aunque sea un rato— de este aparato o, en lenguaje actual, llevar a cabo un detox tecnológico. Lo intentan hasta celebridades como Ed Sheeran o Úrsula Corberó. El cantante inglés confesó durante su aparición en La revuelta en junio no tener teléfono y concentrar las tareas engorrosas de la comunicación virtual en lapsos reducidos de tiempo. Y la actriz afirmó en el podcast La pija y la quinqui que está intentando desengancharse mermando su uso y cambiando su presencia en la mesilla de noche por un reloj de agujas. Ambos, como muchos otros mortales, tratan de abandonar ese ritual involuntario de mirar obsesivamente la pantalla, que no solo ratifica la distracción continua en la que vivimos, sino que genera un enorme flujo de datos sobre nosotros: desde nuestra localización hasta nuestros gustos, comportamientos, emociones o relaciones.

La periodista Marta Peirano, escritora y experta en tecnología, incide en que nuestra existencia se ha modificado por culpa de estos dispositivos. El móvil ha alterado radicalmente la experiencia del tiempo libre: todos los momentos actuales han sido colonizados por la interfaz digital. Cada vez que creemos tener un instante para nosotros, el gesto reflejo de desbloquear el móvil nos arrastra hacia una sucesión de estímulos diseñados para atraparnos y mantenernos conectados, defiende la autora en El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019).

Tal y como sostiene en este ensayo, hay que configurar nuestros dispositivos para que no sean una fuente constante de interrupciones, hay que construir hábitos y espacios libres de pantallas. “Si desbloqueas el teléfono un montón de veces al día y te quedas pensando ‘¿qué era lo que estaba haciendo yo?’ es porque el desbloqueo lo has interiorizado. Ves el teléfono y tus manos se mueven por instinto, de manera totalmente pavloviana. Esto es porque está diseñado para que funcione así”, explicaba en una entrevista para El Salto.

Esa posibilidad, sin embargo, no está distribuida de forma igualitaria: no es lo mismo poder elegir la desconexión que verse obligado a hacerlo o no poder hacerlo por las condiciones de vida. Liliana Arroyo Moliner, doctora en Sociología y especialista en Innovación Social Digital, coincide en este análisis sociológico. La desconexión, matiza la autora del ensayo ¿Bienvenido metaverso? Presencia, cuerpo y avatares en la era digital, es una necesidad transversal, pero también un privilegio. No todos tienen las mismas condiciones para alejarse del móvil o de las redes sociales, puntualiza: “A nivel de clase, es un privilegio poder tomarse un retiro digital o desconectar. Para personas que trabajan como riders o en plataformas, esa opción sencillamente no existe. Tampoco es viable para profesiones que requieren estar en guardia, como médicos o bomberos”. Dichas ocupaciones, indica Arroyo, siempre han tenido horarios y obligaciones estrictas, pero ahora, con el trabajo digital, la línea se ha difuminado. “Tenemos la impresión de que siempre debemos estar disponibles y productivos”, señala, subrayando que esta fusión provoca una ansiedad constante y una sensación de escasez temporal.

Arroyo, sin embargo, no pierde la esperanza. Aduce que la desconexión consciente es posible, pero requiere voluntad, condiciones materiales y un entorno favorable: “Podemos configurar nuestros teléfonos para minimizar interrupciones, usar apps específicas, poner horarios o zonas libres de móvil. Pero esta capacidad está atravesada por privilegios de clase, género, raza y condición migratoria. No es lo mismo para quien tiene una red sólida de apoyo offline que para quien depende de las redes para sostener su identidad y resistir”. Para muchas personas, las redes sociales no son solo espacios de ocio o entretenimiento, sino herramientas vitales para la construcción de comunidad, para ejercer visibilidad y defender derechos. Mujeres con cargas familiares, personas migrantes o minorías encuentran en el móvil una red de soporte crucial. Desconectar implica para ellas un riesgo de invisibilidad o aislamiento.

También aborda las implicaciones en salud mental. Los jóvenes con ansiedad, depresión o trastornos alimentarios a menudo encuentran en las redes testimonios que les ayudan a identificarse, aunque a la vez pueden exacerbar su malestar. La posibilidad de desconectarse se vuelve aún más difícil si no se dispone de atención médica o terapéutica rápida y efectiva. “Para un adolescente con problemas de salud mental, el algoritmo puede ser un arma de doble filo: puede ofrecer información útil, pero también contenidos dañinos. La desconexión consciente requiere redes offline potentes, alternativas de ocio y apoyo comunitario, que no siempre están disponibles”, comenta Arroyo.

El doctor en Filosofía José Carlos Ruiz, especialista en pensamiento crítico, aporta otra perspectiva que vincula esta experiencia con un problema más profundo: la erosión del yo y la atención en la era digital. No es solo la adicción al móvil, ataja el experto, sino cómo el constante bombardeo digital fragmenta el tiempo y destruye el diálogo interior: “La mayor dificultad no es apagar el móvil, sino la pérdida de capacidad para estar con uno mismo, en silencio y reflexión. Esta erosión de la singularidad afecta la democracia, porque un sujeto sin diálogo interior crítico está más expuesto a la manipulación y la emoción inmediata”.

Ruiz cree que la resistencia digital debe ir más allá del simple acto de desconectar. Debe convertirse en un proyecto ético y comunitario que recupere el valor del tiempo libre y la experiencia del otro: “Desconectarse no es huir ni recluirse, sino construir otro mundo posible. Esto requiere una reapropiación consciente y colectiva de la atención, un lugar donde la experiencia de los demás sea central y no un mero dato”. Ruiz alerta de que hemos sustituido la experiencia gozosa de lo real por una estética digital hipertrofiada, que “anestesia nuestros sentidos” y nos hace “aceptar la velocidad y la fragmentación como norma”. Para él, una verdadera desintoxicación implica reaprender la lentitud, la reflexión y la atención profunda, no solo apagar el móvil.

Incluso siendo complicado en algunas ocasiones, el anhelo de desconexión y de una relación más sana con la tecnología es transversal y creciente. Las iniciativas de “desintoxicación digital” proliferan, desde retiros sin pantallas hasta apps que controlan el tiempo de uso, pasando por movimientos sociales que reivindican el derecho a no estar siempre localizable. Y no basta con voluntad individual ni con apagar el móvil. Según los expertos consultados, hace falta un compromiso colectivo y exigir políticas públicas que reconozcan los impactos de la hiperconectividad en la salud mental y social. En lo personal, se puede empezar con apagar el móvil unas determinadas horas al día o eliminar las aplicaciones más seductoras. Aunque luego te veas repasando tus propios pantallazos, merodeando por los ajustes o comprando una entrada para cualquier cosa que te aleje de su embrujo.

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