Últimamente me invitan a eventos en los que no sé muy bien si encajo, pero de los que disfruto como una niña a la que colaran en las fiestas de los guais. El otro día me vi rodeada de gente guapa (o fea pero glamurosa, como diría Mar Flores) mientras recorría las salas del museo Reina Sofía, abierto para nosotros (¡suertudos!) una vez caído el sol. ¿El motivo? Se inauguraba la exposición de Maruja Mallo, artista cuya relevancia desconocía y que agradezco de corazón haber descubierto, pues se trata de un personaje fascinante de talento excepcional.
Os cuento: Mallo nació a principios del siglo pasado, en el seno de una familia numerosa que se mudaba con frecuencia por España. Tanto ajetreo propició que se formara en diversas escuelas y academias, y pronto se convirtió en una joven interesantísima, relacionada con intelectuales y vanguardistas de postín. Su vida es de esas que no te puedes creer: emancipada, rebelde, excéntrica y brillante, Mallo entraba y salía, subía y bajaba, hacía de todo y todo a su manera. Expuso de la mano de Ortega y Gasset, trabajó con (y se enamoró de) Alberti, viajó a (y triunfó en) París… Aunque se vinculó amistosa y románticamente con algunas de las figuras más relevantes de su época (inspirando poemas ajenos, por ejemplo), lo más destacable de su existencia es su propia obra. Una obra espectacular.
Mallo fue uno de los principales exponentes del surrealismo patrio. También del realismo mágico. Defendía la racionalidad, el arte con una base matemática y geométrica, pero abogaba por mirar hacia el futuro y proyectarse en él (la obra como elemento transformador del presente). Miembro sobresaliente de la generación del 27, Mallo era, a muchos niveles, tremendamente moderna: retrató a mujeres (y la relación de sus cuerpos con la naturaleza) sirviéndose de una mirada femenina y feminista y, dado que concebía el universo y a los seres como una unidad, puso el foco en criaturas a priori menores, como los insectos y los vegetales. Explica Patricia Molins, comisaria, que cabe interpretarla en clave ecologista. Apunta incluso que no es descabellado leerla desde la teoría de género, pues en sus protagonistas se aprecia fluidez y diversidad. Mallo recogía el imaginario popular, reflejando en sus pinturas el brío de la muchedumbre y de la calle. De hecho, la muestra inicia con sus célebres verbenas, cuadros coloridos, repletos de sujetos extraños y teatrales.
El tramo de la exposición que yo más disfruté, no obstante, fue en el que predominaba la ausencia de luz. Cloacas y campanarios, se llamaba la serie, compuesta por imágenes de espectros, fantasmas y esqueletos en paisajes tan tétricos como oníricos. Quizá contribuyera a mi impresión favorable que anduvieran por allí, frente a los cuadros, la estilista Alicia Padrón y el músico Rafa Suñén, ambos vestidos de riguroso negro, generando con su presencia una nueva estampa digna de admirar (espero que algún fotógrafo les plasmara en semejante escenario). Esa sala, que haría las delicias de Tim Burton, me fascinó. Y luego me fascinó ella, Maruja, maquillada como una puerta (sombra celeste, labios rojos) y grabada en un vídeo que se proyectaba sobre una pared blanca.