En la Asamblea Nacional Francesa se producen escenas imposibles de ver en el Parlamento español: diputados socialistas aplaudiendo, por ejemplo, una propuesta del primer ministro, Sébastien Lecornu, elegido por el presidente centrista Emmanuel Macron. Cierto que Lecornu se estaba echando para atrás en la principal reforma lanzada por Macron, una nueva ley de pensiones, pero precisamente esa actitud indica que en Francia todavía se puede negociar entre partidos de gobierno y de oposición, mientras que en España resulta imposible siquiera imaginarlo. Lecornu, intentando conseguir la abstención de los socialistas que le permitiera superar las mociones de censura de la Francia Insumisa y del Reagrupamiento Nacional, lo dejó claro: “Estamos dispuestos al debate que piden las fuerzas políticas y los sindicatos legítimos”.
Quizás las dos diferencias fundamentales entre la política francesa y la española es que en Francia existe crispación, no polarización, y que en el país vecino la Asamblea Nacional sigue representando el escenario imprescindible del debate político, mientras que en España el debate político está en manos de tertulianos y el Congreso de los Diputados no alberga desde hace años ningún debate de ideas o propuestas, sino solo una brutal polarización y ataques personales. En el Parlamento español no se debate, en la Asamblea Francesa, sí.
El único presidente de la República que intentó fracturar el país fue Nicolas Sarkozy (que entrará en prisión el próximo día 21 de octubre por algo completamente distinto, financiación ilegal de su campaña electoral en 2007). Sarkozy fue el presidente que más se acercó al entonces Frente Nacional de Le Pen en su empeño de dividir el país en búsqueda de la identidad francesa. En 2005 la muerte de dos adolescentes de origen magrebí, que se escondieron de la policía dentro de un transformador eléctrico, provocó unos importantes disturbios en los barrios periféricos de las grandes ciudades. Sarkozy se plantó en el barrio de Val d’Argent, en Argenteuil, y aprovechando la presencia de las cámaras de televisión y de dos vecinos que se asomaban a un balcón, les gritó: “Estáis hartos, ¿eh?”. ¿Estáis hartos de esa panda de escoria. Bien, os los vamos a quitar de encima”. Pocos días después reiteró sus palabras: “Son matones, escoria. Insisto y lo ratifico”. Miles de jóvenes se echaron a la calle y prendieron fuego a todo lo que encontraron en su camino.
Ninguno de los presidentes posteriores ha jugado la carta de la polarización y división del país como hizo Sarkozy. No lo hizo el socialista François Hollande y no lo hizo, ni lo hace, el centrista Macron. El gran error del actual presidente no fue ese, sino fracturar el sistema de partidos de Francia lanzado su movimiento centrista ¡En Marcha!, que rompió la estructura interna de los partidos más clásicos de la derecha y la izquierda, y provocó un baile de nuevas siglas. El Movimiento de Macron hizo que el Reagrupamiento Nacional de Marie Le Pen, el antiguo Frente Nacional, se reforzara como nunca y que surgiera además una izquierda insumisa, la de Jean-Luc Mélenchon.
A los políticos franceses no se les ocurre que el debate político pueda desarrollarse en lugar diferente al Parlamento. “La ley de Presupuestos”, aseguró esta semana el propio Lecornu, “se decidirá aquí, no en el Ministerio de Economía”. “O entramos en el debate, o entramos en una crisis política”, aseguró el primer ministro. Los socialistas se abstuvieron para favorecer el posterior debate de los presupuestos y Lecornu logró superar las dos mociones de censura. Eso sí, al precio, pagado por Macron, de posponer hasta las próximas elecciones presidenciales la nueva ley de pensiones, origen de la gran crisis y la que se suponía que era la propuesta más importante del plan de reformas ideado por el presidente de la República.
El problema de Macron en su segunda etapa presidencial es precisamente que creyó que, pese a no contar con mayoría en el Parlamento, podría basar el éxito de su presidencia en un gran pacto republicano en torno a una serie de reformas económicas, entre ellas de la famosa ley de pensiones. Pero Macron ignoró que este tipo de reformas no aumentan la base electoral de ningún político, porque normalmente acarrean sufrimiento y producen justo lo contrario de lo esperado: un rechazo frontal. Y eso fue lo que ocurrió.