La bondad contagiosa | Opinión

Ocurre que una niña en un colegio de Sevilla decide algo tan extremo como quitarse la vida. Nuestra mente vuelve entonces la mirada a aquel episodio infantil en el que por ser la nueva, torpe, tímida, formal o extravagante, envidiable, cualquier rasgo que de pronto despertó agresividad en una compañera, te viste rodeada de inquina y burla. Aún más escuece este asunto si dedicamos el pensamiento a la vida escolar de nuestros hijos, al sufrimiento que durante un tiempo fue secreto y que nos desvelaron cuando el peligro había cesado.

Lo curioso del escalofrío que nos provoca un suicidio como el de Sandra, la niña sevillana, es que siempre nos recordamos como víctimas y así pensamos de nuestros hijos, jamás como agresores. Pero este asunto es más complejo. Deberíamos pensar que, de la misma forma que la adolescencia es gregaria y tendente a lo irracional, también presenta un grado de flexibilidad mental que permite a los profesionales y la comunidad escolar intervenir con medidas preventivas. Se puede enseñar a no hacer daño.

Que a estas alturas en las que tenemos tanta información sobre las situaciones amenazantes que amargan la vida a un menor seamos incapaces de protegerlos cuando han tenido la valentía de pedir auxilio es imperdonable. En el suicidio de un menor interviene tanto el acoso como la omisión de auxilio; interviene la impulsividad del carácter de la víctima; el bajo nivel de resiliencia, que es algo de lo que hablan los psicólogos cuando se les quiere escuchar, y también, cómo no, el hecho terrible de que quien sufre acaba por creerse el discurso denigrante de los agresores. Para qué seguir viviendo, piensa, si no merezco la pena.

Mientras antes se consideraba que los niños eran adultos por desarrollar, ahora creo que los adultos son niños que tratan desesperadamente de disimularlo. Si observamos el comportamiento de nuestro entorno laboral o de los protagonistas de la vida pública podríamos señalar a unos cuantos personajes que, carentes de empatía y sin cualidades dialécticas, suelen optar por agredir, sacar los dientes, burlarse, insultar, ofreciendo un espectáculo diario vergonzoso de chulos de colegio que se nos cuela por medios y redes y que tal vez aplaudan algunos padres delante de sus hijos.

¿No somos testigos a diario de esa violencia? Vemos que la bravuconada está en alza y que es aplaudida como un recurso legítimo para humillar al adversario; ¿por qué entonces pensamos que es algo extraordinario cuando los perpetradores son niños? Incluso al observar cómo algunos periodistas informan de hechos tan dramáticos como el suicidio de una niña podemos afirmar que no es su muerte lo que importa. Con músicas de fondo que alertan al espectador, ofrecen datos que deberían callarse, usan un tono estúpido y alarmista, colocan cámaras a las puertas del colegio, alientan la revancha, señalan culpables habiendo una investigación en curso, consiguen que quienes fueron agresoras se puedan convertir en agredidas; instan al público a convertirse en justiciero y a levantar el puño delante de los juzgados, a los niños a escribir mensajes amenazantes en los muros de un colegio, a perseguir a inocentes con uniforme. Haciendo caso omiso de las recomendaciones de fiscales y psicólogos, se convierten en una máquina de fabricar nuevas víctimas sin llegar jamás a profundizar de qué manera varias causas confluyeron para que una adolescente se sintiera tan desamparada.

La exigencia de responsabilidades es múltiple: hoy, los colegios deben enfrentarse tanto a lo académico como a lo emocional, perdiendo el miedo al desprestigio; los padres, han de educar a los hijos en la compasión, conteniendo este deseo casi patológico de formar a personas de éxito; la comunidad escolar ha de ver de qué manera se puede contrarrestar el efecto pernicioso de la crueldad imperante. Porque si la chulería es contagiosa, por qué no vamos a pensar lo mismo de la bondad.

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