Igor Stravinski estrenó, con sumo escándalo, su La consagración de la primavera en 1917. Y el rock, disculpen el non sequitur, brotó en los años sesenta como consagración de la juventud y refutación del imperio de los mayores. Abundaron las declaraciones desafiantes, como el “espero morir antes de llegar a viejo”, que Pete Townshend escribió para The Who. Por las mismas fechas, en Berkeley se acuñó lo de “nunca te fíes de nadie que ya haya cumplido los 30 años”.
Las pintas, la actitud, el sonido buscaban, de forma más o menos consciente, desafiar a los adultos. Y no hace falta decir que estos recogieron el guante, con los consiguientes choques. Ocurría incluso al otro lado del Telón de Acero, si hemos de creer a la película Yesterday (1984), sobre las desdichas de unos adolescentes polacos empeñados en imitar a The Beatles.
Hasta Fidel Castro arremetió contra los aprendices de rockeros: “Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos; algunos de ellos con una guitarrita en actitudes elvispreslianas, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre.” Para evitar la contaminación ideológica, el castrismo prohibió la emisión de música en inglés; tal veto dejó pista libre a los conjuntos españoles, pero esa es otra historia.

¿Se planteaban los protagonistas si aquello era una aventura con fecha de caducidad? Puede que sí: “No me puedo imaginar seguir haciendo esta canción cuando tenga 45 años”. Lo dijo Mick Jagger, que sigue cantando el Satisfaction mucho después de cumplir aproximadamente todos sus deseos, sexuales y sociales. De hecho, la aristocracia británica del pop de los 60 reveló demasiado cuando se lanzó a comprar mansiones en la campiña, como todo nuevo rico.
Debemos reconocerlo: había allí mucho de teatro en aquella furia pop. Uno de los primeros en renegar de tanta idolatría fue Bob Dylan, con la formidable My Back Pages (1964): “Ah, pero yo era mucho más mayor entonces/ ahora soy más joven”. Cabe puntualizar que aquello era originalmente un corte de mangas al establishment del folk, con sus imposiciones dogmáticas, pero prolongó su vigencia. No estoy seguro de que los posteriores intérpretes, como The Byrds, advirtieran la relevancia del mensaje. Hay un vídeo que yuxtapone esa versión con ambiente del festival de Woodstock, una conjugación insospechadamente reveladora cuando sabemos que Dylan, que vivía al lado, ignoró aquella multitud que le consideraba poco menos que su profeta.
La prolongación de la vida creativa de los músicos sirve como denuncia del edadismo, gran pecado nunca reconocido. No se trata únicamente de los casos de Dylan o los Stones, que de partida cuentan con fortaleza económica y atención mediática. Resulta que todos los artistas que se mantienen en pie están en activo. Saben que el rock es algo más que un arrebato juvenil. Asumen que grabar y/o tocar proporciona vitalidad, enriquece la perspectiva, reivindica su trayectoria, combate el deterioro cognitivo.
Y sí, incluso Pete Townshend continúa en la brecha. El músico que más ha reflexionado sobre la naturaleza del rock, conocido coloquialmente como el Tío Agonías, ha estado este verano girando con The Who por EE UU y Canadá. Y tiene 80 años.
