En las siguientes dos semanas de sueño californiano se sucedieron las llamadas desde la capital francesa: “Marie-Amélie Sauvé y Julien Dossena me decían: ‘Va a haber confinamiento’”, recuerda. “Mi madre me pedía que volviese”. Finalmente, subió al avión a regañadientes, muerto de amor en medio de la creciente crisis, y recaló en su casa de campo junto a Dossena y Sauvé. Se ofreció como voluntario a sustituir al fotógrafo de dos campañas en junio, totalmente consciente de que las sesiones lo llevarían a Los Ángeles. “Así podría volver junto a Drew”, confirma. Le propuso a su novio alquilar juntos una casa en Malibú. Pasado un mes, decidió comprar algo en la zona, hasta que puso sus miras en la Residencia Wolff: una casa de 1961 cerca de Sunset Plaza, diseñada en piedra por el arquitecto John Lautner. “Para nosotros era importante que además de París tuviéramos un sitio en la ciudad de Drew”, explica Ghesquière.
Su inmersión en la cultura californiana cambió su manera de entender el lujo. “Siempre ha tenido un don para darle la vuelta a las cosas”, destaca Sauvé. “Si algo le inspira, lo cambia hasta convertirlo en otra cosa o la mezcla con otra idea que es justamente lo contrario”. Así fue como California se volvió otra muesca más en el revólver de su imaginación, un universo de estilo Costa Oeste, reformulado y listo para ser lo próximo.
Hace 10 años, Ghesquière fue a por todas presentando su primera colección crucero en Mónaco. Este año, lo hizo en Barcelona, en vísperas de la Copa América de vela: “Dije: ‘Me encanta Barcelona y sé exactamente donde lo quiero hacer’”. El Park Güell de Gaudí, encaramado a las colinas que abrazan el casco urbano, se concibió en su origen como una zona residencial. A mitad de su construcción, el enclave se redestinó a parque público, hoy uno de los rincones más turísticos de la Ciudad Condal. Para su desfile crucero, Vuitton logró cerrar el recinto entero por un día y liberarlo del trasiego: una concesión inaudita y una apropiación temporal del espacio público que suscitó protestas locales.
La primera modelo apareció envuelta en las notas de Music for Chameleons de Gary Numan, con sombrero calado, gafas de sol y túnica corta con solapas en uve, tan típicas de Ghesquière. La segunda lució sombrero beis, chaqueta beis, pantalón de herradura beis y –toque de ingenio del galo– unas botas arcoíris de brillo opalescente. Al final del espectáculo, vestido de negro de arriba abajo con sudadera, pantalones cargo y zapatillas Nike, el diseñador trotó por la pasarela guiñando un ojo al respetable. Habían pasado un par de semanas cuando nos encontramos en la suite F. Scott Fitzgerald del Ritz de París, donde acampa junto a Kuhse mientras duran las reformas de su apartamento junto al río.
Abandonaron Barcelona al día siguiente del desfile para tomarse un preciado descanso en su California dorada. “Era el 40 cumpleaños de Drew, algo muy importante para mí”, justifica. “Su padrastro es el director del Museo del Aire y el Espacio de San Diego”. Mientras visitaba las cápsulas espaciales y los aviones a reacción –los colores vibrantes, la pulcritud de líneas, el viaje, la velocidad–, su mente hizo clic: “Pensé: ‘¡Esto es súper Louis Vuitton!’”. “No va a estar en mi colección de verano 2025”, advierte, recorriendo con la mirada el papel pintado de seda de la estancia parisina, a 16.000 kilómetros de distancia de aquello. “Pero es un buen ejemplo de cuando algo se me queda grabado”.