‘La moda en el franquismo. Tul ilusión y arriba España’: Usos amorosos de la moda española

Vivimos tiempos veloces. Las noticias, como las del inspector Gadget, se autodestuyen a los pocos segundos, lo que se tarda en clicar, consumir y olvidar —ríete tú de los quince minutos de Warhol—. Pero sin duda sigue siendo esencial comprender lo que nos ha traído hasta aquí, a esta España a punto de cumplir un cuarto de siglo XXI. Conocer nuestro retrato social, con sus arrugas y sus fruncidos, pero también con sus mejoras en hechuras, tejidos y pespuntes. Valorar, por tanto, las cosas que han cambiado para bien desde los tiempos de nuestros abuelos y negarnos a que nos las arrebaten. En uno de esos espacios de resistencia residen algunos libros cabezotas, obstinados, inasequibles al olvido. Muchos de ellos los escribió Carmen Martín Gaite y ahora que va a cumplir cien años de juventud y que se avecinan celebraciones de todo tipo —entre ellas relecturas, puestas en escena y homenajes varios; yo ya tengo entradas para ver a Emma Suárez en El cuarto de atrás—, volver sobre ellos resulta luminoso y transformador.

Pero he vuelto a recordar las lecciones de la Gaite —no necesito demasiadas excusas— por culpa de otro ensayo: La moda en el franquismo. Tul ilusión y arriba España. Se trata del último trabajo de Ana Velasco, estudiosa de la moda que lleva varios años regalándonos su sabiduría, en las páginas y en las ondas, divulgando y convirtiendo la indumentaria en lo que en realidad siempre ha sido: un espejo de lo que somos. A través de sus anécdotas y observaciones, de su manera de navegar por los peinados arriba España, las puestas de largo y la Mariquita Pérez, Velasco consigue hacerle un traje —el literal y el figurado— a una generación memorable que no merece caer en el olvido.

Comprender las artimañas fascinantes por ser joven y lucir la moda en una España cerrada a cal y canto, obsesionada por la moral e irremediablemente injusta es una de las muchas hebras que cosen este libro con los deseos por recordar —y no olvidar— de Martín Gaite. Un mundo, el de la moda en el franquismo, que a menudo resulta lejanísimo, casi imposible de concebir, y otras tantas demuestra bastante músculo en el presente. Velasco consigue retratarnos la época a través de recortes de prensa, noticias, anuncios, incluso algunas fotografías de su archivo familiar.

Son tiempos de un descomunal terremoto en el mundo de la alta costura: la nueva moda impulsada por Christian Dior va a desbancar el estilo hasta entonces invicto de Chanel. Así la moda de posguerra provocará que esa mujer cosmopolita, trabajadora y en busca de su emancipación vuelva a las cuatro esquinas de su casa a esperar a su marido con la cena puesta, como en las periferias norteamericanas —donde Dior se hizo millonario— de las películas de Douglas Sirk. No en vano, pasamos de los trajes cruzados de tweed de Lauren Bacall, peligrosamente laborales, a siluetas de reloj de arena, cinturitas de avispa y descomunales faldones con ese aire imperial de Sissí y de Eugenia de Montijo. Todo bastante incómodo para trabajar, aunque perfecto para reconvertir a la mujer en un bellísimo accesorio del hogar. Ante esta disyuntiva, estaba claro hacia dónde caminaría la moral franquista, pero no tanto su economía; los trajes del nuevo look se harán esperar por las dificultades de abastecimiento textil y de nuevo llegarán las invenciones.

Para aliñar la ensalada de referencias a nuestras abuelas que tiene el libro de Velasco podríamos mencionar muchas películas que han contado ese tiempo de carencias, de censuras, pero también de ingenio y picardía. Algunas contemporáneas a su época, como Cielo Negro de Manuel Mur Oti (1951) —dedicada a las estrecheces en la vida de una de esas modistillas de Lilian de Celis—, o tal vez Un traje blanco de Rafael Gil (1956) —el deseo de un chaval por hacer la comunión como los niños ricos—, ambas por supuesto convertidas en dramón de folletín. Pero también tenemos recreaciones históricas donde están todos esos ingredientes de estraperlo y mitomanía, de sueños rotos y viejas inquinas, como Demonios en el jardín de Manuel Gutiérrez Aragón (1982), donde choca la belleza cálida de Ángela Molina, sus mandiles y sus rebecas de punto —claro, como la película—, frente a la elegancia fría de Ana Belén, con sus ondas al agua, sus cuellos de barco y sus aires de ciudad.

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Farándula y Moda

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