Qué hacemos con el sufrimiento | Opinión

Dice Pascal Bruckner que uno de los grandes males del mundo contemporáneo es que no sabemos qué hacer con el sufrimiento. Lo dijo justo el martes pasado en Madrid, hablando con nuestro Álex Vicente, dentro del fabuloso programa de Pensamiento y Debate del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque. Dijo que muchas de las formas de encontrar refugio y consuelo se han desmoronado o ya no son suficientes, pero que lo importante es “no perder el gusto por los demás”.

Diría que no resulta fácil. En La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, publicado después de que el huracán Katrina destruyera Nueva Orleans, Naomi Klein describía cómo el gobierno neoliberal estadounidense aprovechaba la crisis para implementar políticas en favor de las corporaciones y sectores privados, a costa de los servicios públicos y los derechos comunes de las víctimas del huracán. Después de casi veinte años de capitalismo desastre en incendios, huracanes, guerras, ataques terroristas y colapsos financieros, estamos en la era de las consecuencias de esa gestión. La degradación del Estado del bienestar ha desgastado los servicios públicos. La desigualdad ha destruido la confianza en la administración. La propaganda ofrece cabezas de turco a los que echar la culpa. La ultraderecha ofrece violencia como remedio contra la indefensión.

Y sin embargo, estos días sentimos en los labios un fuerte gusto por los demás. Rebecca Solnit lo llama la utopía del desastre, y es el reverso del capitalismo desastre. Una ventana que se abre inmediatamente después de la crisis, donde la empatía y solidaridad parecen imponerse de manera espontánea sobre la inercia del individualismo contemporáneo y las lógicas del capital. Podemos hacerle sitio para que crezca y dejarla respirar.

A menudo nos extraña que la gente que lo ha perdido todo sea capaz de actos de generosidad extraordinaria. Sin embargo, en el libro Solnit observa que no solo se trata de un fenómeno habitual, sino también necesario. Estudiando las semanas posteriores a Katrina y al terremoto de San Francisco de 1906, encuentra que las respuestas impulsadas por las comunidades y organizadas desde la base suelen ser más efectivas que las intervenciones oficiales. Las autoridades tienden a tratar a las personas como un problema a gestionar. Los humanos en el terreno son capaces de coordinarse y adaptarse para cuidar unos de otros, atendiendo a las necesidades inmediatas y también anímicas de la comunidad.

Más interesante todavía; la crisis ofrece la posibilidad de experimentar algo que nos ha sido robado poco a poco: un anhelo insatisfecho de comunidad, un sentido de propósito y de contribución a algo más grande que nosotros mismos. Esa solidaridad entre vecinos es tan peligrosa como la solidaridad entre trabajadores. Las comunidades de vecinos son los primeros sindicatos, nuestra primera alianza política. Su potencia es brutal.

El mundo tal y como lo conocemos está a punto de acabar. La polarización nos debilita. No solo fragmenta nuestra fuerza política sino que desintegra nuestra habilidad de coordinarnos cuando nos golpea un atentado o un desastre natural. Si seguimos perdiendo energía en debates identitarios estériles, pronto no podremos organizarnos ni para salvar un trampolín. La cura no está en el discurso ideológico sino en la práctica de los esfuerzos por ayudar a los vecinos. Valencia demuestra que somos todavía una gran sociedad civil. Si no aprovechamos esta crisis para aprender a afrontar juntos los retos que nos esperan, el futuro será desolador.

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