Los años nuevos, o la confirmación de que ya nadie está dispuesto a soñar
El arte nos coloca frente a otras realidades que nos permiten evadirnos de las nuestras durante unas horas. Y lo hace a través de una narrativa estetizada. Porque la ficción implica estetización, por muy naturalista que esta sea; o bien a través del trabajo de montaje o de quien decide los espacios; o bien de la directora de vestuario o del atrecista. Pero también de los diálogos o de la iluminación. Todos los implicados trabajan en ese componente aspiracional presente en la historia que se nos está contando. Una historia que es aspiracional en tanto en cuanto representa la realidad: nunca será como la nuestra porque la nuestra es real, no una representación.
Y si esa evasión nos permite soñar, mejor. El ensimismamiento, la ensoñación. Pocas cosas nos resultan más placenteras. ¿Cómo se logra? A través del bling bling, las casas de ensueño o las que no lo son tanto pero nos acercan a una realidad opuesta a la que vivimos, en los márgenes y con la que también podemos fantasear. Como todas esas ficciones recientes, dirigidas por mujeres, que nos sitúan en casas rurales o en caserones en medio de la naturaleza. A su manera, también son estéticas y de alguna manera también nos acercan a esa posibilidad que parece siempre tan encantadora: meter cuatro cosas en una maleta y mudarse al pueblo.
Porque se puede soñar con trabajar en una fábrica y ser sindicalista, como en las películas de Ken Loach, y también en eso hay un componente aspiracional. Lo aspiracional no tiene por qué ser comprarse un bolso de cuatro mil euros y veranear en lago de Como. Por eso resulta tan sorpresiva Los años nuevos, la propuesta descarnada de Rodrigo Sorogoyen, Paula Fabra y Sara Cano. Estamos ante una serie de diez capítulos —que ya se puede ver en Movistar Plus+— que nos hace partícipes de la relación entre dos personas, interpretadas por Iria del Río y Francesco Carril, a lo largo de una década. Y en donde no se recurre ni a lo aspiracional ni a lo catártico; dos clásicos de cualquier historia, al menos desde que Aristóteles lo hizo notar en su Poética.
La propuesta no es solo novedosa por su planteamiento: cada 31 de diciembre, durante diez años, vemos en qué punto están ellos dos, pero también sus amigos y familiares. Y no pasa nada. O muy pocas cosas. Todo lo que se cuenta es de un color azul oscuro —la luz también lo es— y casi siempre resulta deprimente. El tiempo se detiene en una escena de sexo infinita y aun así creíble. Las fiestas de fin de año, en casas ajenas o prestadas, con botellas de plástico, pitillos de liar y, de nuevo, bufandas a las que se les dan miles de vueltas. Cada fin de año se celebra una fiesta, pero no verás una lentejuela o una americana. Ni siquiera un vestido. Todo resulta normcore, Godard normcore.