Faulkner y el Partido Popular | Opinión

Los escritores y los dramaturgos saben que todo personaje debe ser coherente, incluso en sus contradicciones. Las transiciones emocionales deben trazarse con precisión, y los conflictos, inherentes a toda historia bien narrada, nunca deben sacrificar la consistencia mínima que exige una personalidad. En el teatro griego, las emociones se expresaban con máscaras fijas y, todavía hoy, siguen apareciendo caracteres arquetípicos que nos permiten anclar nuestra atención. Un personaje, por encima de todo, debe ser reconocible.

La política, y más aún desde que vivimos en democracias mediáticas, tiene mucho de teatro. De hecho, muchas veces, los votantes empatizamos con nuestros líderes por meras razones identitarias o afectivas, y la adhesión a unas siglas suele ser menos ideológica de lo que imaginamos. Las personas amamos, tememos y odiamos. Solo excepcionalmente nos da por leer a Karl Marx o a John Locke.

En este juego de máscaras, los políticos o los partidos pueden jugar a ser empáticos, campechanos, más técnicos o incluso despiadados. Pero tienen que ser algo. El PP de Alberto Núñez Feijóo, sin embargo, se ha convertido en un objeto traslúcido por su escasa densidad axiológica. Si hace dos semanas se presentó como un partido maximalista al defender la ortodoxia legislativa para tumbar el ómnibus, a la semana siguiente dobló cuidadosamente su ambiciosa pancarta para enmendar, a la vista de todos, su palabra y sus principios.

De Pedro Sánchez y hasta de Puigdemont se podrá decir cualquier cosa, pero es obvio que son personajes robustos y definidos. El trazo de su personalidad es sólido y cumplen con la expectativa que anuncia su carácter, hasta cuando mienten. Son, como el propio PSOE, objetos sólidos sobre los que pueden anclarse afectos positivos o negativos, pero demuestran el vigor suficiente como para soportar un adjetivo.

El Partido Popular, por el contrario, se ha convertido en una nebulosa nihilista que ni siquiera “nadea”, como aquella nada de la que hablaba Heidegger. Todo es aire, un vapor de agua de mineralización débil. Junto a esta fragilidad, una parte de la derecha se pregunta, indignada, cómo puede haber tanta gente que todavía apoye al Gobierno. En el fondo no es tan raro. Tras esta semana de titubeos, se hace inevitable recordar aquella disyunción que Faulkner planteaba en Las palmeras salvajes. Se podrá compartir o no, pero en la política y en la vida, si a la gente le das a elegir entre la nada y el dolor, en muchas ocasiones elegirá lo segundo.

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