Ana Marcos, periodista: “Siempre identificamos a las víctimas con otro tipo de mujer que no se parece nada a nosotras y ahí a veces somos muy injustas”

En enero del año pasado, la investigación de Gregorio Belinchón, Elena Reina y Ana Marcos publicada en el periódico El País acerca de las acusaciones de tres mujeres de haber sufrido violencia sexual a manos del director Carlos Vermut supuso un auténtico terremoto, no solo en la industria del cine, sino en todos los sectores de la población. El caso, más allá de la profesión de los implicados, describía situaciones que pueden darse en cualquier segmento de la sociedad y sirvió para empezar a abordar una compleja –y necesaria– conversación en torno a los límites del consentimiento, abrir el espectro del arquetipo de víctima y desmontar la creencia de que la denuncia es el único filtro veraz para confirmar la autenticidad de los testimonios.

Marcos, una de las autoras de dicho reportaje, publica ahora un libro –**A mí no me ha pasado nada. Por qué normalizamos la violencia sexual contra las mujeres **(En Debate, 2025)– en el que repasa cómo se gestó y desarrolló aquella investigación, al tiempo que reflexiona sobre cómo percibimos –empezando por ella misma y su círculo más cercano– ciertas dinámicas sentimentales y sexuales, a veces profundamente asimétricas, que aún siguen dándose a pesar de todas las conquistas alcanzadas por la última ola del feminismo. Hablamos con la periodista sobre lo avanzado hasta el momento pero, sobre todo, acerca de lo que aún falta por conseguir.

Ana Marcos periodista “Siempre identificamos a las víctimas con otro tipo de mujer que no se parece nada a nosotras y...

Vogue: Empiezas el libro yendo directa al meollo de la cuestión, que no es otro que la dificultad que tenemos las mujeres para reconocernos como víctimas. ¿Cuál es la conclusión que sacas sobre esto?

Ana Marcos: Creo que ha habido avances, soy optimista. Lo que pasó entre 2017 y 2018 con el ‘MeToo’ nos ha ayudado a identificar muchas cosas, nos sirvió para hacer una reflexión y empezar, no solamente a compartir un discurso feminista públicamente, sino también a asumir determinadas cosas. Aquí hay otra reflexión que es quién quiere ser una víctima. Siempre las identificamos con otro tipo de mujer que no se parece nada a nosotras y ahí a veces somos muy injustas. Las identificamos con personas que a lo mejor están en una situación de violencia en su país, que quizá son más pobres o que no han recibido determinada educación… Con el paso de los años, pero sobre todo con esta investigación, me he dado cuenta de que no nos identificamos con eso porque no queremos ser esas mujeres, porque asumirse como víctima es asumir una serie de violencias que son durísimas y porque, además, a veces nos asignan una etiqueta que no queremos tener. Creo que estamos en el camino correcto, pero aún queda mucho.

Hay otro tema del que hablas en el libro y es el uso tendencioso del lenguaje al que recurrimos a veces para protegernos –»viví una historia rara”, “he tenido alguna situación incómoda”, “esto te va a parecer una tontería”…– que enlaza con esa dificultad para reconocernos como víctimas.

Esa es la idea del título del libro. Primero, no lo asumes; y segundo, este tipo de comportamientos y de agresiones contra las mujeres se ha normalizado de tal manera que lo hemos incorporado en el lenguaje. Cuando sucede un caso como el de Gisèle Pelicot, por ejemplo, ahí nadie maquilla el lenguaje ni utiliza sinónimos. Todo el mundo sabe lo perverso que fue todo. Sin embargo, está normalizado que cuando eres adolescente te toquen el culo un millón de veces en el metro o que algunos novios te miren el móvil, y eso es una tontería si lo comparas con lo que le ocurrió a Gisèle Pelicot. El lenguaje siempre cristaliza y lo sabemos como periodistas: durante mucho tiempo en la prensa se han utilizado expresiones como ‘violencia doméstica’ o ‘crímenes pasionales’, sin ir más lejos. También lo estamos viendo ahora en el interrogatorio de Elisa Mouliaá, donde se usan palabras como ‘magreo’. Todo eso acaba infravalorando las violencias contra las mujeres.

En el libro también aludes a un tipo de violencia mucho más sibilina que es el prevalimiento, que ahora se ha puesto a la vista de todos gracias a la serie Querer, de Alauda Ruiz de Azúa.

Hay dos cosas que descubrí y que me abrieron mucho la mente, la perspectiva como mujer, como periodista y como investigadora: la violencia psicológica y el prevalimiento. Muchas veces el maltrato psicológico deriva luego en otro tipo de violencia física. Y hay otros tipos de violencia más invisibles, de las que no se habla y que son difíciles de explicar, que tienen que ver con el abuso de poder –lo puede infligir tu jefe, un compañero de trabajo que probablemente tenga una categoría superior a la tuya o tu pareja–. A mí me faltaba información para entender esos mecanismos psicológicos de manipulación que están perfectamente estudiados y que tienen nombre. Y eso que yo me dedico a algo que tiene que ver con investigar, con preguntar, con tener curiosidad… Así que imagínate alguien que no se dedica a esto. ¿Cómo identificar el prevalimiento, el refuerzo intermitente y manipulaciones así? Creo que es importante hablar de eso para no quedarnos sólo en un tipo de violencia.

De entre todas las estadísticas y estudios que citas en tu libro hay una cifra que me llamó especialmente la atención: el 57% de las chicas de entre 18 y 25 años ha tenido sexo sin ganas. Esto ratifica la permanente disponibilidad sexual de las mujeres.

Con todo este auge de la extrema derecha en el mundo, he empezado a ver informes y estudios de la generación Z sobre cómo los chicos están subidos a esta ola reaccionaria contra el feminismo. Y cómo todos estos partidos ultras están convenciéndoles de que hay que seguir como antes porque al final es una pérdida de privilegios. Muchas relaciones sexuales están influenciadas por este consumo altísimo de pornografía superviolenta y se repiten algunos patrones que pueden identificarse con distintas generaciones. ¿Cómo le dices que no al chico que te gusta? ¿Cómo identificas que eso puede ser una agresión? ¿Cómo te aseguras que no le vaya a decir a sus colegas ‘esta es una frígida’? Esas situaciones se siguen dando y, aunque hay mayor respuesta ante ellas que en mi generación, siguen sucediendo.

Cuentas también que en el proceso de entrevistar a las mujeres que formaron parte de vuestro reportaje a menudo te despedías de ellas con un abrazo, contraviniendo la ética periodística que te exige distancia con el sujeto de la investigación, ¿cómo viviste ese proceso a nivel personal?

Me di cuenta de que no me escapo de algunas dinámicas patriarcales que te acaban convenciendo de ciertas cosas y también de que la idea que tenemos del periodista perfecto tiene mucho que ver con que los referentes que tenemos en investigación son hombres. Yo reconozco que muchas veces sentía que tenía que permanecer en el papel de periodista. Por un lado, tenía que hacer una serie de preguntas que eran importantes, necesarias y rigurosas para respaldar mi trabajo y también el testimonio de estas mujeres, pero a la vez no dudé en darles un abrazo o la mano y a veces lloré al llegar a casa. Creo que es importante humanizar el trabajo de los periodistas. Nos acusan todo el rato de que vamos a destrozar la vida a los hombres, como si fuéramos una especie de villanas con planes maquiavélicos, y no es así. Lo que también pretendía con este libro es que se entienda el trabajo que hacemos.

Denunciar (o no) está ampliamente considerado el baremo oficial para darle credibilidad o a una acusación, algo que tú desmontas en tu libro.

Una denuncia pública a través de un medio de comunicación que hace su trabajo con rigor no sirve para tener una sentencia, ni determinar un delito, ni obtener una condena que te lleve a la cárcel, y esa no ha sido nunca mi intención, ni la de mis compañeros Gregorio [Belinchón] y Elena [Reina]. Pero creo que los medios pueden ser un espacio seguro para que las mujeres hablen, como lo están siendo ahora mismo las redes sociales, en concreto Instagram, donde se han multiplicado las cuentas en las que muchas mujeres dan sus testimonios de manera anónima. Lo que nos debería hacer reflexionar como sociedad, no solamente a los medios de comunicación, es por qué las víctimas no van a denunciar. La filtración del interrogatorio de Elisa Mouliaá o la persecución que hubo por parte de la Federación Española de Fútbol contra Jenni Hermoso deja clarísimo la falta de garantías que tienen muchas veces las mujeres. Ojalá viviéramos en un mundo ideal donde el derecho a la justicia estuviera garantizado para todos, y sobre todo para todas, pero me temo que estamos en un constante retroceso en cuanto a los derechos de las mujeres. Creo que tenemos que hacer una reflexión como sociedad acerca de por qué les estamos exigiendo constantemente a las mujeres denunciar ante la policía. A lo mejor hay que revisar el sistema judicial, los filtros que tienes que pasar si quieres ir a un hospital, qué tipo de burocracia tienes que enfrentar, o si la policía tiene personal formado para recibir a una mujer después de una agresión.

Acabas el libro vislumbrando algo de esperanza que se resume en ese ‘ojalá sirva’, ¿eres optimista al respecto?

En general, sí. Creo que ha habido cambios después de estas investigaciones (que no puedo atribuir a mis compañeros de El País y a mí solamente) porque estamos encontrando los espacios para seguir hablando. Ojalá lleguen muchos más cambios institucionales, pero si seguimos colectivizándonos y mantenemos ese debate –aunque las opiniones sean distintas a veces– seguiremos avanzando. Lo que tenemos delante es muy fuerte, no solo porque tengan las redes sociales, sino porque también tienen la validación institucional desde algunos órganos de poder y es un aparato mediático institucional bestial con un mensaje súper efectivo para los más jóvenes. Así que quiero ser optimista, pero al mismo tiempo soy realista.

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