Hablar bien es clasista | Televisión

Recuerdo cómo una compañera de la universidad vino a clase escandalizada porque su hermano pequeño jugaba a Gran Hermano en el patio del colegio. En 2001, 2002, no era ya rentable saturar la parrilla con dibujos animados. A partir de 2008, los chavales llegaban a casa del instituto y degustaban las filias y fobias de los mostrencos de Mujeres y hombres y viceversa. En ese programa empezó lo de “no eres mi prototipo”, y casi 20 años después, sigo visualizando al robot Emilio recibiendo el rechazo con melancólica resignación.

Los que hoy concursan en realities han crecido con esta programación, pero también con una educación gratuita para todos. Sin embargo, no saben coordinar género y número, no saben conjugar verbos irregulares, ni hacer subordinadas. Eso para los catedráticos. Hace unos días tuve un rifirrafe con Marta Riesco, mi personaje favorito del “off Mediaset”, esa musa que es a un tiempo una heroína de Scott Fitzgerald caída en desgracia y una improbable reportera cañón que bien podría haber salido de la pluma de Cifré. Me lamentaba de que la periodista hubiera conjugado mal un verbo, y ella decía que eran las horas de directo. No seré yo quien machaque a Riesco (para ese menester ya están sus dos compañeros más misóginos), pero sí quien señale que el nivel del programa en el que trabaja, Ni que fuéramos (canal Ten), es ínfimo, por muy buen producto de entretenimiento que sea. Si el diccionario pudiera ser persona física, denunciaría a esa panda de naranjitos y mandarinas por crímenes de lesa humanidad. En las respuestas, una acusación muy frecuente: que pedir corrección gramatical a un periodista es clasismo. Como si hablar el propio idioma con la solvencia de un niño de primaria fuera un privilegio reservado a las élites. Una gente que se ha pagado un cuerpo de goma a plazos (y no hablo de Riesco) es tan pobre que no ha podido ir ni al colegio, pero sí a una clínica de cirugía estética. Javier Pérez Andújar, en una charla del festival Ja! Bilbao, decía que nos habían dicho que la cultura era una llama que había que llevar y que ahora no la quiere nadie y no le importa a nadie. La luz de la civilización, esa que apartó durante milenios a los monstruos del desconocimiento, es ahora una cosa clasista, prescindible. “Donde hay un tebeo, mañana habrá un libro”, decía un anuncio. Pero donde no hay nada, mañana no habrá nada.

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