Adrien Brody tenía solo 29 años cuando ganó el Oscar al mejor actor por El pianista, la inquietante película de Roman Polanski ambientada en el gueto de Varsovia. Fue el ganador más joven de la historia de la categoría, un récord que aún se mantiene. El inmenso esfuerzo que le demandó la preparación del papel –dejar su apartamento de Nueva York, evitar a sus amigos y pasar hambre para comprender la pérdida y el aislamiento– lo dejó deprimido y exhausto. Tardó un año en volver a trabajar. El siguiente papel que aceptó fue el de un niño asesino con problemas de desarrollo en El bosque, de M. Night Shyamalan, una historia gótica de monstruos que parecía poca cosa para un actor de su talla.
«Acepté el papel sin que mis agentes leyeran siquiera el guion», me cuenta Brody torciendo la sonrisa. «Night no quería que nadie lo leyera, así que le hice caso». Brody se había formado trabajando con directores como Spike Lee, Ken Loach, Barry Levinson, Steven Soderbergh y Terrence Malick, y quería más de lo mismo: papeles interesantes, colaboraciones con grandes artistas. «No quería decir: ‘Vale, ahora solo busco personajes que sean claramente el héroe. Quería tener una trayectoria creativa. Pero ese es el problema».
Tal decisión ha impulsado una carrera que a simple vista podría parecer descendente desde aquella cumbre inicial. Pero las apariencias engañan. Hasta la fecha, Brody ha rodado casi 60 películas interpretando un multiverso de personajes, desde rockero punk a ventrílocuo, torero o general romano; ha interpretado a Arthur Miller, a Houdini y a un Salvador Dalí delicioso en Midnight in Paris de Woody Allen. Ha desafiado los géneros y los encasillamientos, protagonizando grandes taquillazos de acción como King Kong de Peter Jackson y el reboot de Depredador; ha hecho ciencia ficción, thrillers y terror; y se ha convertido en un miembro recurrente de la troupe cinematográfica de Wes Anderson. Algunas de sus películas han sido aclamadas por la crítica; muchas han fracasado, pero sus interpretaciones demuestras sin excepción un profundo compromiso.
Brody es optimista sobre el mundo del espectáculo. En la conversación, habla abiertamente sobre la extraña alquimia del cine y de la interacción entre fama, publicidad y negocio. Dice que antes de ganar un Oscar, los actores suelen ser juzgados por su interpretación; después, es más probable que se les considere responsables de lo bien o mal que fue la película en su conjunto, crítica y comercialmente.
«Ese es el dilema de un actor», dice, «pero el viaje del actor debería ser un proceso mucho más creativo, lleno de experimentación, lleno de riesgo».
Este año, Brody, que ahora tiene 51 años, vuelve a estar en el foco de atención de los grandes premios por su interpretación de László Tóth, un ficticio arquitecto judío húngaro que intenta reconstruir su vida en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, en la monumental obra maestra de Brady Corbet The Brutalist. Es una película muy diferente a El pianista, pero en cierto modo, con su ambientación de posguerra y sus temas de arte y pérdida, una secuela inadvertida, y para Brody, quizá, una expiación. “He tardado dos décadas en encontrar algo de este calibre, y estoy muy agradecido».
Conocí a Brody el pasado octubre en Londres, donde protagonizaba The Fear of 13, una obra de Lindsey Ferrentino sobre la vida de Nick Yarris, que en la vida real pasó 22 años en el corredor de la muerte de Pensilvania antes de ser exonerado gracias a las pruebas de ADN. Era la primera vez que Brody hacía teatro desde la adolescencia; las críticas fueron elogiosas y él disfrutó de la libertad de reinventar su interpretación noche tras noche.
La obra se representó en el Donmar Warehouse, un espacio íntimo, con solo 250 butacas, famoso por acoger producciones nuevas y experimentales. Durante la hora y 45 minutos sin intermedio que duró la función, Brody se adueñó del escenario con el mismo magnetismo que desprende en pantalla, representando con destreza las distintas fases y facetas de Yarris: barriobajero ingenioso, preso filosófico, hombre enamorado, niño maltratado. Me contó que el propio Yarris fue a menudo a ver la representación y lloró de pura catarsis: «Me confesó que le he quitado personalmente mucho dolor y sufrimiento al ayudar a contar su historia».
Brody y yo nos sentamos en una pequeña sala de las oficinas del Donmar. Su rostro, con su gran nariz de cimitarra, sus cejas dibujadas hacia arriba como un puente que se abre y sus ojos de acuarela, es un lienzo especialmente característico sobre el que proyecta su camaleónico oficio. «Su aspecto no se parece al de nadie», me dice Wes Anderson en una nota de voz. “Tiene algo de antiguo como de actor de cine de otra época”. Brody ha desfilado para Prada y tiene la debilidad de lucir grandes broches brillantes en la solapa de su esmoquin en las alfombras rojas. Pero en la lluviosa tarde del martes en que nos conocemos, el hombre que tengo enfrente, inclinado hacia delante con sincero buen humor, amable, elocuente, riéndose de sus divagaciones, parece alguien cercano, común y corriente. Llevaba unas zapatillas cualquiera, vaqueros, una camisa de franela a cuadros y se quita una gorra negra de los New York Yankees al tomar asiento.
«No estoy durmiendo bien», admite. “Me despierto con diálogos de la obra rondándome la cabeza constantemente”.
Brody nació en Queens, hijo único de Elliot Brody, profesor de historia en un colegio público que aprendió por su cuenta a pintar como los grandes maestros («sería un falsificador de arte increíble», dijo Brody a un entrevistador), y de Sylvia Plachy, fotógrafa de renombre, cuyas elegíacas imágenes en blanco y negro han aparecido en The Village Voice y The New Yorker, y forman parte de la colección permanente del MoMA. Creció con una mezcla de ascendencia católica y judía de Centroeuropa, en un ambiente intelectual. De niño le encantaba la magia y se hacía llamar The Amazing Adrien (el Asombroso Adrien) en sus actuaciones, se aficionó de lleno al hip-hop y asistió al Instituto LaGuardia de Música y Arte y Artes Escénicas, solicitando primero estudiar Bellas Artes y luego cambiándose al arte dramático.
«Era un chico de Queens que realmente vivió la cultura de la calle», me cuenta su pareja desde hace cinco años, la diseñadora de Marchesa Georgina Chapman, cuando me reuní con ella en su atelier del West Village de Manhattan. «Sin embargo, también tiene una elegancia muy europea, que le aporta esa maravillosa complejidad».