Angelina Jolie ofrece la mejor actuación de su carrera en ‘Maria’

Me costó la vida llegar a la última proyección de Maria en el Festival de Venecia. El esperadísimo homenaje de Pablo Larraín a la extraordinaria leyenda de la ópera María Callas, con Angelina Jolie como protagonista, se estrenó en el Lido el segundo día de la Mostra, pero yo no llegaba hasta el tercero. Mi vuelo aterrizaba a las 9 de la mañana y el último pase para el público era a las 11:15. ¿Me daría tiempo? Improbable, pero tenía que intentarlo. Así que, en cuanto toque tierra, me dirigí a toda prisa al muelle, esperé ansiosa el autobús acuático, me subí a una lanzadera en cuanto llegué a la isla, dejé mi maleta en consigna, recogí mi abono del festival y, literalmente, corrí hacia el recinto junto a otra veintena de asistentes que, supongo, estaban en el mismo barco. Y lo logré… ¡por los pelos!

¿Mereció la pena? Bueno, sí y no. Maria es una película deliberadamente extraña y cautivadora: cuando saca pecho, como la extraordinaria mujer que la protagoniza, se vuelve trascendental; cuando flaquea, como la Callas al final de su vida, se desploma sin remedio. Ahí es exactamente donde empieza: en el resplandeciente apartamento parisino de Maria Callas, donde la aclamada diva yace muerta de un ataque al corazón, con solo 53 años. En una ráfaga de flashbacks en tonos sepia –de una Maria más joven, feliz y radiante–, el tiempo retrocede una semana. Las señales ya estaban ahí: serpenteando por su grandiosa residencia, la soprano griega nacida en Nueva York tiene la costumbre de romper a cantar (su voz –grabaciones de Callas mezcladas con el canto de la propia Jolie– sigue siendo extraordinaria y pone la piel de gallina), pero también descubrimos a una persona errática con su personal, adicta a las pastillas, atormentada por los recuerdos y que parece estar planeando un regreso a los escenarios condenado al fracaso.

Por supuesto, no se trata de un biopic convencional: es exactamente lo que cabría esperar de Larraín, cuya Jacqueline Kennedy (Natalie Portman) se paseaba por la Casa Blanca en suntuosos vestidos de baile y se daba atracones de vino y medicamentos en Jackie; y cuya Lady Di (Kristen Stewart) tenía visiones de Ana Bolena y se tragaba las perlas que habían caído en su sopa de guisantes en Spencer.

En Maria, nuestra atribulada heroína recibe la visita de Mandrax, un empalagoso entrevistador interpretado por Kodi Smit-McPhee, que parece existir solo en su cabeza y recibe el nombre del sedante del que más depende. Solo cuando se encuentra con su hermana (Valeria Golino) en la vida real, se pregunta si está alucinando. Ve el fantasma de su antiguo amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). Se pasea por sus burros llenos de opulentos trajes, guardando pastillas en los bolsillos de los abrigos de piel. No deja de pedirle a su atribulado mayordomo (Pierfrancesco Favino) que mueva el piano por la casa, a pesar de su espalda maltrecha. Y a menudo se pierde en ensoñaciones, reviviendo sus actuaciones más famosas. «El escenario está en mi mente», masculla. En otros momentos oníricos, pasea por las calles otoñales del París de los años 70, se imagina a una multitud de hombres entonando un clásico operístico frente a la Torre Eiffel, a un grupo de geishas rodeándola mientras interpreta Madama Butterfly o, más adelante, a una orquesta entera abarrotando su apartamento.

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