‘Aún estoy aquí’: Eunice, protagonista del film brasileño que ganó el Oscar, transformó su dolor en acción | Ideas

El 1 de septiembre de 2024, en una luminosa y sofocante tarde de domingo, se estrenó en el Festival de Venecia la película Aún estoy aquí. Entonces no podíamos imaginar la repercusión que alcanzaría. Mejor dicho: nunca pensamos que la vida de mi madre llegaría a suscitar tanto debate.

Tres de mis hermanas —Veroca, Nalu y Babiu— y yo fuimos los primeros en pisar la alfombra roja, rodeados por un centenar de fotógrafos que gritaban nuestros nombres. Me sorprendió que el autor del libro en que se inspiraba la película y los familiares retratados en ella fuéramos considerados invitados de honor. Más aún, que conocieran nuestros nombres. Los organizadores, conocedores de la adaptación de Walter Salles y de nuestras raíces italianas, nos trataron como verdaderas estrellas. Horas antes habían pasado por allí Brad Pitt y George Clooney; días atrás, Angelina Jolie y Nicole Kidman.

La historia de nuestra familia —la detención y desaparición de mi padre, Rubens Paiva, en enero de 1971 durante la dictadura militar brasileña—, unida a la ética, la lucha y la sonrisa de mi madre, Eunice Facciolla Paiva, comenzó esa tarde a conmover a los europeos. Más tarde, causaría ese mismo efecto sobre el público canadiense, estadounidense, asiático, africano, latinoamericano, árabe, persa, ruso y chino; creyentes y no creyentes, jóvenes y mayores.

El motivo era claro. El legado de mi madre consistió en transformar el dolor en acción, sin victimizarse. Su mensaje era simple y poderoso: el antídoto contra el sufrimiento es el activismo. Pero pocos conocían el cruel desenlace de su vida: la pérdida de la memoria a causa del alzhéimer.

El alzhéimer mata lentamente: el alma se desvanece antes de que el cuerpo se apague. A veces hablábamos de ella en pasado, aunque seguía allí, inmóvil en su silla de ruedas. Otras veces tenía destellos de lucidez. En uno de ellos protestó: “Aún estoy aquí…”. Sí, madre —le respondíamos enseguida—, lo sabemos, perdónanos. Esa escena aparece en el libro, no en la película. Y no hacía falta: Walter Salles, inspirado en Godard —para quien “el cine es sustracción”—, hizo una adaptación concisa y precisa, centrada en los años de la dictadura.

El libro, publicado en 2015, buscaba recordar a los brasileños lo que significó realmente la dictadura. En aquel momento, un movimiento de ultraderecha clamaba por la intervención militar y glorificaba a los torturadores.

Siempre he defendido la literatura como una misión: somos animales políticos. Al escribir este libro descubrí algo esencial: mi madre no era “solo” la viuda de un desaparecido político, como tantas veces la presentó la prensa. Estuvo presente en todos los momentos cruciales de la dictadura y de la reconstrucción democrática: acompañó a mi padre, diputado socialista, en Brasilia durante el golpe de 1964; fue encarcelada con él en 1971; luchó por el reconocimiento de los desaparecidos, por el fin de la dictadura, por los derechos indígenas en la Constitución de 1988, y fue testigo del retorno de la democracia. Todo ello mientras criaba sola a cinco hijos y sin recursos, pues sin certificado de defunción no podía acceder a la herencia, al seguro de vida ni a la pensión de mi padre.

Ya padecía alzhéimer cuando, en 2014, se presentaron los resultados de la Comisión de la Verdad. Poco después, los militares se reagruparon: apoyaron la destitución de Dilma Rousseff, amenazaron con un golpe si Lula se presentaba en 2018 y contribuyeron a encumbrar a un excapitán: Bolsonaro.

En Argentina, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas se creó en 1983; en Chile, la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación en 1990; en Perú, en 2001. Militares y torturadores fueron juzgados y encarcelados. En Brasil, algunos llegaron a juicio, ninguno a prisión.

Mi madre convivió con el alzhéimer más de quince años y murió veinte días antes de que Bolsonaro —defensor de la dictadura y de la tortura— asumiera la presidencia como el 38º mandatario del país. Fue enterrada en São Paulo, en el mausoleo de los Facciolla: una casita mediterránea azul y blanca cuya fachada se divisa desde la avenida. Siempre que paso en autobús o en coche, la veo y la saludo. Allí descansan también su madre, sus tías y sus tíos, inmigrantes italianos llegados a comienzos del siglo XX, que, sin conocer la fecha exacta de su nacimiento, solo dejaron constancia del día de su muerte. Con cada nombre, una pequeña foto. La de mi madre la muestra sonriente.

Escribir sobre ella fue la mejor manera de comprender la fuerza de su carisma. Era católica. Cuando me veía leer sobre anarquismo, con mi camiseta de los Sex Pistols, o cuando hojeaba mis primeros textos —publicados en revistas punk de los años ochenta— o mis primeros libros, nihilistas y sarcásticos, me preguntaba si no creía en Cristo. Me pedía que atendiera a la ética cristiana y me hizo leer a los teólogos de la liberación. Fue esa ética la que siguió ella, la que moldeó a la heroína brasileña que hoy muchos reconocen. Era feliz, ejercía como abogada, tenía planes. En las fotos de aquella época aparece siempre sorprendentemente sonriente, incluso riendo a carcajadas. Meses después de su muerte soñé con ella: entraba en su antiguo apartamento, con los muebles de mi infancia, con el mismo olor, con la misma luz. La abrazaba y le decía: “Te necesito tanto…”.

Era el momento álgido del declive democrático en Brasil y en tantos otros países. Ese es el sentimiento que queda en el público tras leer el libro o ver la película: “Necesitamos tanto a las Eunices…”. A veces, alguien me detiene en la calle para decirme que soy “necesario”. Creen que el libro y la película llegaron en el instante justo.

En Venecia, la cinta fue ovacionada durante más de diez minutos. Me preguntaba si sería el espíritu italiano de mi madre lo que había hecho vibrar a la audiencia. Pero no: eran periodistas y cineastas inquietos ante la llegada al poder de Giorgia Meloni, primera ministra de extrema derecha, que temían el resurgimiento del fascismo.

Y en todos los festivales a los que asistimos —en Estados Unidos, España, Portugal, Francia, Alemania— la sensación era la misma: en plena crisis de las democracias, alguien susurraba al oído de los espectadores: “Resistid, sin perder la sonrisa”. Esa persona era mi madre.

La película y el libro se convirtieron en un fenómeno en el Brasil polarizado. En Estados Unidos, pocos meses después de la elección de Trump, se proyectó en más de mil salas; en China, en diez mil. Fernanda Torres se transformó en un icono. Se metió tanto en el papel que, cuando la llamaba por teléfono, me respondía en italiano: “Figlio mio…”.

Mientras tanto, el libro comenzó a traducirse al italiano, al español, al inglés y al francés; será publicado en Taiwán e incluso en Arabia Saudí. El ayuntamiento de Polignano a Mare, de donde partió mi abuelo Facciolla hacia Brasil en 1904, inaugurará a finales de octubre una calle con su nombre. Han invitado a toda la famiglia a la ceremonia.

La tumba de los Facciolla en São Paulo se ha convertido en un lugar de visita pública, algo insólito pero comprensible. Forma ya parte de la ruta turística de la ciudad. Incluso han reformado la acera de enfrente.

Ahora, en España, tienen ustedes la oportunidad de conocer toda esta historia en el libro Aún estoy aquí, publicado por Shackleton Books. Y de descubrir la vida y el legado de una gran mujer.

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