Bares humanos: casa es donde se te echa de menos | Gastronomía: recetas, restaurantes y bebidas

Son las diez menos cuarto de la mañana y estoy de pie en la barra de un garito ruidoso y maltrecho en el que no he estado nunca, en el centro de una gran ciudad. Espero a que el camarero tenga un segundo y me vea, para pedirle un café, pagar y marcharme, a lo que entra de repente un señor al grito de “¡un trifásico de Ballantines!”, y desaparece. Pocos segundos después, vuelve a entrar en el bar y rectifica, en un tono más suave, “mira, no. Ponme un chupito de JB, que el café a estas horas me sienta mal”.

El camarero, hasta ahora de espaldas, se gira, levanta la vista, sonríe y, en vez de alargar el brazo hacia la botella de whisky, se marcha a la cocina, de donde vuelve con una bolsa de plástico que parece contener una fiambrera. La posa en la barra y se dirige a Antonio, el señor de la comanda cambiante: “Oye, ¿no vive Montse en tu bloque? Viene cada miércoles a comer macarrones y hace un par de semanas que no le vemos el pelo. Ayer le guardamos un par de raciones. ¿Te podrías pasar por su casa y picar a la puerta, a ver si todo va bien?”. Entonces me ve. Le pido un café solo, por favor. Él carga el mando de dos tazas de la cafetera y sirve en la barra dos cafés solos: uno para mí y otro para Antonio.

Estos diez minutos me bastan para salir de este bar convencida de que es aquí donde se salva el mundo. Ya en la calle, con el regusto del café todavía en la boca, esta escena me transporta a los años que pasé de cocinera en el bar del pueblo donde vivo.

Los fines de semana llenábamos a base de turistas, pero entre semana, nuestros clientes eran los vecinos y no se los trataba como clientes, sino como familia. Cada uno estaba hecho a su manera, plagado de caprichos y manías. De entre todos, el Cafetero, llamado Cafetero porque cincuenta años atrás regentó su propio café en el pueblo, brillaba con luz propia. Venía a comer una vez por semana, y al ver entrar su comanda a la cocina, mi compañera y yo nos mirábamos y tragábamos saliva, sabiendo los dolores de cabeza que un solo comensal era capaz de causar.

Una de nuestras especialidades, como buen bar de pueblo, era el cordero a la brasa. La carne venía del rebaño del vecino, y se servía en bandeja de cerámica marrón, con patatas fritas caseras, alioli y alubias, tomate aliñado o alcachofas asadas, según la estación. Así salían de cocina todas las peticiones de cordero a la brasa, excepto una: la del Cafetero. Cuando él pedía cordero, exigía la carne completamente sola, y en plato blanco. De guarnición, rechazaba cualquier propuesta. Sólo quería el alioli, que tenía que estar en el mismo plato, pero no directamente, sino dentro de un morterito en miniatura. No pedía pagar menos, pero exigía que el plato se ciñese a estos parámetros, y siempre se negó a explicar por qué.

El enigma nos tuvo meses rumiando, hasta que un día se nos encendió la bombilla. Por entonces, el Cafetero rondaba el siglo de vida y ya no era el pieza que un día fue, pero de joven tuvo fama de ser todo un galán, y un mujeriego de cuidado. Era coqueto y muy presumido. El misterio del plato de cordero se desvaneció cuando entendimos que, con el paso del tiempo, el Cafetero había mantenido la vanidad, pero había perdido la vista. Sus peticiones extrañas no eran manías. Eran orgullo. En plato blanco, la comida resalta. Es imposible confundir un trozo de carne con una patata, si en el plato no hay patatas. Y es fácil localizar el alioli sin verlo, al son del tenedor chocando con la porcelana de un mortero. Después de toda una vida, el Cafetero se conocía el pueblo al dedillo y de memoria, y gracias al bastón era capaz de moverse libremente sin ayuda. Hasta ese día, nadie sospechó que pudiese estar quedándose ciego.

Algunos bares no son solo lugares donde se come y se bebe, sino parte de un tejido de seguridad vivo, capaz de detectar ausencias, activar cuidados y, de paso, servir cafés y macarrones. Detrás de las barras o los mostradores de panaderías, ultramarinos o carnicerías, los centinelas de la comunidad, aquellos que llaman a la gente por su nombre, forman una red invisible que salva a muchos de quedar definitivamente solos. Casa es donde se te echa de menos. Larga vida a los bares donde se gana la guerra contra la deshumanización.

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