Un sábado de mayo de 2016, poco antes de la medianoche, atravesamos el puesto de control que sirve de entrada a la ciudad de Ramallah. Esa tarde nos habíamos encontrado en los corredores del hotel que nos alojaba en Jerusalén, y un colega irlandés me había lanzado aquella propuesta imposible de rechazar: ir al otro lado. Y allí estábamos, a unos 30 kilómetros del encuentro de escritores que era la razón de nuestra presencia en Israel, corriendo riesgos imprecisos para entrar en territorio palestino y pasar la noche hablando con otros escritores reunidos con el pretexto de otro encuentro. En el puesto de control le entregamos nuestros pasaportes a un muchacho que parecía escondido detrás de un fusil enorme y cuya expresión me pareció reconocer. La había visto en caras igual de jóvenes en un retén militar junto al río Magdalena, en Colombia, durante los difíciles años noventa; la había visto en un tren que se dirigía a Chennai, en el sur de la India, llevando a un contingente de soldados que iban a combatir a las guerrillas de los Tigres Tamiles. Lo que había en ese rostro era desconfianza: una desconfianza de resultados impredecibles, porque se parecía mucho al miedo.
El jovencito nos pidió un par de explicaciones, nos devolvió los pasaportes y nos dejó pasar. Y durante las cinco horas siguientes, hasta las 4 de la madrugada de ese domingo de primavera, estuve en la terraza de un edificio de tres pisos que hoy no sería capaz de encontrar en un mapa, hablando con novelistas y periodistas y poetas y profesores de literatura y asistiendo, como tantas otras veces, a mi propia ignorancia: por más informado que uno se sienta, por más periódicos y libros que haya consumido y creído vagamente entender, nada reemplaza la conversación de cuerpo presente para tomarle la medida a la vida de los otros. He olvidado muchas conversaciones de esa madrugada y no he vuelto a ver a mis interlocutores, y por eso no sé nombrar al periodista palestino que, contestando de buena gana a mis preguntas impertinentes, me dijo una frase simple que se me ha quedado en la memoria. No recuerdo las palabras exactas, pero la sustancia venía a ser esta: Netanyahu es lo más peligroso que le ha pasado a Palestina, pero no se quedará para siempre. Salvo que ocurra una catástrofe, un 11 de septiembre, no se quedará para siempre.
No dejo de pensar en esa conversación: pues el 11 de septiembre ocurrió, por supuesto, y se llama 7 de octubre. Hace dos años asistíamos con horror a los ataques terroristas de Hamás, a la masacre y el secuestro de más 1.500 israelíes que no estaban combatiendo ni llevaban uniforme (ancianos y niños entre ellos), y comenzaba de inmediato la reacción previsible del país agredido; y en este tiempo la reacción previsible del país agredido se ha convertido en el más atroz espectáculo de crueldad que haya llevado a cabo un estado democrático en muchas décadas, y también en el mayor fracaso político y moral de eso que llamamos Occidente. En cuanto a Netanyahu, ya convertido en criminal de guerra y líder de un régimen de fanáticos cuya intención abierta es genocida, se ha visto arrastrado por sus propias decisiones a una posición insostenible, o solo sostenible mediante la violencia: huir hacia adelante entre las ruinas de Gaza y los cuerpos de 70.000 palestinos que no tenían por qué morir. Esto tiene en común Netanyahu con otros líderes de nuestro tiempo: quedarse en el poder es la única manera de liberarse de la cárcel.
Ahora bien: he hablado del fracaso político y moral de Occidente, y quizá sea necesario aclarar a qué me refiero. Porque no estoy hablando solamente de la impotencia de nuestras instituciones, esas siglas que inventamos después de la Segunda Guerra y el Holocausto para tratar de que algo así no volviera a producirse; me refiero también a la grotesca utilización de la catástrofe de Gaza que han llevado a cabo partidos políticos y organizaciones ideológicas de todas partes del espectro: en esto, la miopía ética, el cinismo y la franca idiotez se han repartido de manera bastante equitativa. ¿Qué mundo grotesco es este, donde la derecha radical que ha sido siempre el hogar predilecto de los antisemitas y los negacionistas del Holocausto se ha convertido a sí misma en la mejor valedora de Israel y de los judíos? ¿En qué mundo grotesco estamos, si cierta izquierda se llena la boca con la defensa de los palestinos, pero, por razones puramente ideológicas, se niega a una palabra en favor de las víctimas ucranias de la agresión rusa? ¿Y no podemos ir más allá de nuestras lealtades tribales, de nuestras simpatías o antipatías, para condenar la barbarie del ejército israelí, la hambruna organizada, los cotidianos crímenes contra la humanidad que cometen Netanyahu y los suyos?
Parece que no. Y entonces la derecha radical (por ejemplo, la norteamericana) exige pruebas de que realmente se ha usado el hambre como arma de guerra en Gaza, y se le olvida que todos los días mueren asesinados los periodistas que quieren contar lo que sucede; y la izquierda más ideologizada (por ejemplo, la francesa de los Insumisos) le lava la cara al terrorismo de Hamás llamándolo “resistencia”, o exige pruebas de que hubo realmente mujeres violadas el 7 de octubre. Mientras tanto, Trump se erige en adalid contra el antisemitismo, cuando hace poco llamaba Shylocks a los banqueros judíos, su querido Elon Musk hacía saludos nazis a la vista de todos y a la Casa Blanca iban a cenar negacionistas como Nick Fuentes. Pero ni siquiera tengo que salir de mi país para encontrar ejemplos patéticos: ahí estaba el expresidente Iván Duque, miembro con carnet de la derecha más boba, tomándose fotos junto a Netanyahu para promocionar el libro que acaba de publicar, ciego a la matanza indiscriminada de gazatíes; y ahí está el presidente Gustavo Petro, representante de la izquierda más sectaria, que ha usado sin vergüenza el dolor palestino para acosar a los empresarios colombianos, y muy poco le ha importado despertar los monstruos nunca dormidos del antisemitismo. Él también está ciego.
Nos hemos quedado ciegos al dolor que no coincide con nuestras alineaciones ideológicas, y estamos ciegos al mismo tiempo a las contradicciones, hipocresías y postureos que acompañan todo conflicto en nuestros tiempos instagramables. Me alegra enormemente la posibilidad de un plan de paz: los palestinos dejarán de sufrir lo inenarrable y los secuestrados israelíes se podrán reunir con sus familias. Pero estas semillas de paz son más frágiles de lo que quisiéramos. Por una asociación de ideas que al principio fue meramente verbal, recordé en estos días una lectura de mis 20 años: Ciego en Gaza, una de las mejores novelas de Aldous Huxley. El título viene de un verso de Milton sobre el destino de Sansón, capturado y esclavizado por los filisteos, que antes le habían quemado los ojos. Anthony Beavis, el personaje principal de la novela, lleva un diario. “Todos somos noventa y nueve por ciento pacifistas”, escribe allí. “Sermón de la Montaña, siempre y cuando se nos permita ser Tamerlán o Napoleón en nuestro uno por ciento particular. Paz, una paz perfecta, mientras que nos permitan tener la guerra que nos convenga. Resultado: todos somos la víctima predestinada en la guerra excepcional de alguien más”. La novela se publicó en los años 30 y nada tiene que ver con nuestro momento. O casi nada.