Pero aunque hoy sea una creadora asentada y reconocida –y, ojo, con éxito comercial–, no todo estaba predestinado a ser como luego ha resultado: la madrileña no brillaba por sus dotes artísticas de pequeña ni tampoco estudió Bellas Artes. Lo suyo ha sido una acertada mezcla de casualidad y de causalidad. “Siempre hay un niño que destaca en pintura en el colegio y yo era totalmente lo contrario porque no soy muy diestra para ninguna asignación concreta. Si me hubieran pedido pintar un retrato era obvio que no iba a hacerlo bien, eso estaba clarísimo, pero siempre me ha gustado cualquier forma de expresión. Y creo que, un poco por falta de habilidades sociales, encajaba con la pintura porque no necesitaba de nadie más. Siempre me gustó ‘hacer’ pero desde una cosa un poco patosa”, argumenta.
Resulta casi imposible encasillar a Cebrián formalmente en una corriente artística (o algorítmica). La artista alterna –sin intelectualizar el salto– obras abstractas y figurativas; y tan pronto se inspira en el deporte como en las flores o en una larga sobremesa. Y ese carácter mutable y transformable de su obra no es producto de una decisión deliberada pero, a la larga, se ha convertido en uno de los pilares de su universo creativo. “Me aburre muchísimo ser un producto –que creo que es algo que está pasando mucho ahora–. Eso se ve mucho en Instagram: un perfil que ofrece lo mismo en diferentes variaciones. Es superlimitante y resulta muy cómodo para el capitalismo que te reconozcan. Para mí hacer cosas diferentes es como jugarle un glitch a todo eso”, cuenta sobre su particular estrategia para escapar de la uniformidad del scroll infinito. Y añade: “He tenido que pelear para conseguirlo porque es aburridísimo no tener ni idea cada vez que he decidido hacer algo nuevo, pero ya tengo una noción general de cómo resolver un problema y la aplico. Aunque lo cierto es que ya estoy bastante cómoda pintando. Sí que pienso que me he colado en la fiesta, pero llevo en ella bastantes años como para saber dónde se piden las copas y haberme hecho tres amigos”, resume divertida con una metáfora que desmitifica cualquier atisbo de síndrome de la impostora.