La moda no puede existir sin el cambio, pero hay transformaciones que trascienden las temporadas. Cuando se anunció el año pasado que Chanel se quedaba sin director creativo, el mundo de la moda contuvo el aliento. Durante casi cuarenta años, la maison había hablado con la voz de un solo hombre: Karl Lagerfeld. Tras su muerte, en 2019, su mano derecha, Virginie Viard, continuó su legado con discreta elegancia. Su salida, el año pasado, dejó vacante uno de los tronos más codiciados del sector, pero también abrió la puerta a una pregunta inevitable: ¿podría el gusto de Chanel tomar un rumbo inesperado? Matthieu Blazy, un diseñador relativamente joven que había sorprendido al mundo con su maestría en el cuero en Bottega Veneta, no parecía la elección más evidente. Y, sin embargo, cuando se anunció su nombramiento como director artístico hace un año, se le encomendó una doble misión: liberarse de una sombra alargadísima y demostrar hasta dónde podía llegar como creador de talento aún por descubrir. El futuro de la casa Chanel –y, en gran parte, su destino en el siglo XXI– se jugaría en su debut de octubre.
La noche del desfile, el majestuoso backstage del Grand Palais –joya Beaux-Arts a orillas del Sena– vibra de expectación. El suelo, cubierto de fieltro gris claro, marca con cinta adhesiva el orden de salida. Las modelos se apresuran envueltas en batas y pinzas de pelo. A cuarenta minutos del comienzo, previsto para las ocho, Blazy aparece tenso, pálido. “Estoy un poco disperso, la verdad… voy a fumarme un cigarrillo”, confiesa antes de desaparecer de nuevo. Blazy llegó a Bottega tras casi veinte años trabajando entre bastidores: un arma secreta que todos conocían. En Raf Simons, donde comenzó nada más salir de la escuela, se hizo notar por la complejidad de sus patrones; en Maison Margiela, fue el autor de las máscaras con cristales que se convirtieron en iconos de la casa. Su trabajo en Bottega se distinguió por una comprensión profunda de la artesanía y su capacidad para contener opuestos en una misma idea: fuerza y suavidad, estructura y fluidez. “Es potencia y delicadeza a la vez, estructura y movimiento”, dice Ayo Edebiri, invitada al desfile en calidad de embajadora de Chanel. “Pero además, él ve a todos los tipos de mujer. Me siento yo misma, preciosa, con un vestido increíble, que puede ser sexy o recatado”. Nicole Kidman, amiga de la maison desde hace años, añade: “Desde que conocí a Matthieu, me impresionó su manera de abordar todo desde el corazón”.
A un lado del backstage, cuatro pantallas muestran lo que ocurre fuera: el interior del recinto, dos ángulos de la alfombra roja y las imágenes aéreas de los drones que captan a la multitud apiñada tras las vallas. Todos buscan a Blazy. Las modelos se alinean, los técnicos susurran instrucciones a sus micrófonos. Cuando el diseñador aparece por fin, recorre la sala con paso rápido, sonríe a su equipo y se refugia de nuevo en sus nervios. No le preocupa nada concreto, y a la vez, todo. “Mi madre dice que es como el estrés de dejar a tus hijos en el cole el primer día: sabes que todo saldrá bien, pero aun así…”, comenta, abrazándose a sí mismo mientras observa a las modelos esperando su turno. Mira las pantallas, luego a su equipo, y añade, con una calma contenida: “Es como un gran salto al vacío”.
Algunas semanas antes, una templada tarde de miércoles en julio, me encontré con Blazy en las escalinatas de la Église Saint-Germain-des-Prés, la iglesia más antigua de París y, como su nombre indica, un templo que antaño se alzaba entre praderas. Hoy, es un testamento al poder de la permanencia: a cómo algo periférico, si resiste el paso del tiempo, puede no solo fundirse con el paisaje, sino convertirse en su rasgo más definitorio, el corazón mismo de su encanto. Para Blazy, además, es un lugar muy suyo. “Vivo no muy lejos de aquí”, dice, levantándose de los escalones para saludarme. “Y mi padre tenía una galería cerca; crecí viniendo constantemente por esta zona. Ni alto ni bajo, viste su ya emblemática camiseta blanca –sin logotipos–, un jersey de color neutro sobre los hombros y unos vaqueros azul desteñido, relajados, combinados con unos mocasines negros de cordero arrugado, de su propio diseño. En Bottega, donde lo conocí hace tres años, era célebre por llevar la sofisticación al terreno de lo cotidiano, transformando la excelencia artesanal en una celebración juvenil de la vida diaria. Lo vi en acción en uno de sus primeros compromisos, un banquete de grandes nombres en Italia, cuando se levantó para pronunciar un discurso tímido y amable, con esa corona que aún parecía demasiado grande sobre su cabeza de treinta y siete años. Apenas han pasado tres años desde entonces, pero a los 41, con el manto regio de Chanel sobre sus hombros, Blazy irradia una seguridad más asentada, casi curtida. Su cabello castaño claro, cortado con sencillez, empieza a mostrar destellos de gris. El rostro, más anguloso, ha adquirido firmeza en la mandíbula y una impaciencia leve en la mirada. Pero mucho sigue intacto en este diseñador que alguien definió como “el eterno estudiante”: atento, humilde y siempre dispuesto a escuchar.
“Hay un tipo de creativo que necesita liderar constantemente, y otro que sabe dar un paso atrás, escuchar y poner su mente, sus contactos y su sensibilidad estética al servicio del proyecto”, explica el artista Theaster Gates, quien colaboró con Blazy en Bottega en unas piezas de cerámica revestidas en cuero para el Museo Mori. En una industria dominada por la presión, Blazy se ha ganado la reputación de traducir la libertad artística en un éxito comercial inesperado, todo ello sin perder –como diría Simons– “esa amabilidad genuina que tan pocos conservan en este oficio”. Me guía entonces por la Rue de l’Abbaye hasta lo que parece, a primera vista, el bistró menos prometedor del barrio. A esa hora, cuando el 6º arrondissement bulle con oficinistas recién liberados en busca de una copa, el lugar parece un espacio detenido en el tiempo, cubierto de enrejados verdes y alféizares tapizados con lo que parece césped artificial. “Este es el tipo de café que no suele gustarle a los turistas”, comenta Blazy con humor, señalando las mesas vacías. “Tampoco es que entusiasme a los franceses”. Para él, sin embargo, el bistró es perfecto, lleno de esos detalles singulares que otros, con menos sensibilidad, habrían pasado por alto. “Me encanta el cartel La Santé par L’Alimentation –salud a través de la alimentación–”, dice con admiración, señalando las letras en cursiva sobre la puerta. “Refleja toda una época, una manera de entender la vida”. Le gustan las sillas de mimbre y, sí, también el césped artificial. A través de su mirada, lo extravagante se revela auténtico, más fiel a sí mismo que los restaurantes turísticos cercanos, con velas derritiéndose sobre el boeuf bourguignon y acordeones suspirando de fondo. Se sienta en una pequeña mesa exterior, decorada con un jarrón de lavanda, y pide lo que los franceses llaman rosé piscine: vino rosado servido con hielo.
Centrarse en los detalles –esos que pertenecen a un tiempo y un lugar concretos, moldeados por las necesidades de la vida cotidiana– es primordial en la idea de integridad y rigor de Blazy. Suele decir que ha creado una colección antes de diseñar una sola prenda. Con ello se refiere a que él y su directora de investigación, Marie-Valentine Girbal, han reunido –con paciencia casi artesanal– decenas de imágenes y muestras organizadas en carpetas, clasificadas por siluetas y sensaciones precisas. A partir de ahí, esas carpetas pasan a sus diseñadores adjuntos, que, con total libertad, esbozan piezas inspiradas en ese material; luego, Blazy y su equipo pasan semanas revisando esas propuestas, descartando algunas, puliendo detalles en otras. Pero eso es solo el trabajo diario. Las carpetas son, en realidad, la proyección de su visión: lo que vendrá después. La primera vez que le preguntaron a Blazy cuál era su visión de Chanel, la respuesta le salió casi sin pensar, tan rápida que temió sonar ingenuo: “Dije: ‘Chanel es modernidad’”. Pero lo que es moderno, para él, está sujeto a interpretaciones. Si el estilo de Lagerfeld en Chanel fue exuberante y ferozmente chic, una copa de champán convertida en moda, el de Blazy se inclina por lo conceptual, en gusto por la geometría marcada y los tonos terrosos. Sus colecciones en Bottega se articulaban en torno a marrones fuertes, violetas densos y verdes brillantes en matices poco comunes. Y si Lagerfeld era una mariposa monarca del exceso –siempre rodeado de su séquito; con dos mansiones parisinas, una para vivir y otra para comer; y esas bibliotecas infinitas que André Leon Talley definía como su “complejo de Versalles”–, Blazy prefiere la sobriedad. Viaja solo, a menudo a pie, y prefiere la cerveza al champán. Al llegar a París para ocupar el cargo más codiciado de la moda, mandó su mejor mobiliario a la oficina y, fiel a su espíritu de estudiante, se instaló en un piso compartido con su hermana gemela. “Es una elección extraordinaria para Chanel, tanto por su personalidad como por la forma en que esta se refleja en su ropa”, me cuenta Andrew Bolton, comisario jefe del Costume Institute del Metropolitan Museum, responsable de la gran retrospectiva de Lagerfeld hace dos años. “Tiene una visión del diseño profundamente democrática e igualitaria, algo que, creo, será muy valioso para Chanel. Siempre sentí que en la obra de Karl había una búsqueda de lo sublime a través del lujo. Lo sublime de Matthieu es más silencioso. Él conecta con una estética de lo cotidiano”.