Partamos de una pregunta: ¿un jugador formado en aquello que es ajeno al fútbol, puede ser mejor jugador? Saber recitar la tabla del ocho no garantiza cabecear mejor un córner. Conjugar correctamente un verbo compuesto no mejora el desborde. Ver una película de Kurosawa no ayuda a la comprensión del juego. O tal vez sí. De lo único que estoy seguro es de que ninguna de las tres cosas hará peor a un jugador.
La educación, la cultura y la inteligencia crítica amplían la mirada y refuerzan la seguridad personal. Recuerdo cuando leí por primera vez a Manuel Vázquez Montalbán y su modo de vincular el fútbol con la política y la sociedad. Desde entonces, jugar pasó a tener otro significado. Sentí que lo que hacía tenía una representatividad hasta entonces ignorada y que el fútbol se situaba en un lugar más destacado dentro de la escala social. Comprendí que, si el fútbol era más importante de lo que creía, quizás yo también lo era. Esa nueva conciencia seguramente tuvo consecuencias positivas cuando el juego llamaba a la acción.
Hace una semana tuve el privilegio de entrevistar a Kylian Mbappé, un jugador que genera una expectativa planetaria y que concede pocas entrevistas. Sé lo que significa ese nivel de exposición por haber estado cerca de quienes lo sufren. Esa presión puede llevar al agotamiento. También a la soberbia. Esta vez era yo el que invadía su intimidad y eso no acaba de resultarme cómodo. Pero el aplomo de Mbappé, su tono relajado y la naturalidad con la que resolvió cada una de las preguntas, me resultaron admirables. No le escapó a ninguna cuestión, siempre encontró las palabras justas y su escudo preferido ante cualquier tema incómodo era el sentido común.
En la actitud, en la claridad con la que contaba sus hazañas o reconocía sus errores, había algo más que su reconocido talento, había educación. No la académica, sino la que enseña a observar el mundo sin perder el equilibrio. En estos días un futbolista no solo es un Ferrari que admirar, un peinado que imitar o una marca global. Es un espejo en el que se miran millones. No se trata de exigirle ser un ejemplo, pero sí de reconocer que su influencia existe y pesa. Él parece entenderlo.
En estos días en que todo se mide por la inmediatez y el ruido, un futbolista que piensa por sí mismo es un lujo. Tal vez por eso me llamó la atención otra coincidencia, la aparición del excelente libro Por qué el fútbol, de Galder Reguera, un texto que reflexiona sobre la dimensión cultural de este deporte. Galder, además de escritor y columnista, es director de Estrategia de la Fundazioa del Athletic Club. Uno de los programas que dirige se llama Garathuz (desarrollo), orientado a la formación humana de los jóvenes futbolistas. Encuentros, experiencias y lecturas adaptadas a cada edad, complementan la formación futbolística.
Seguramente porque el Athletic ya respondió a aquella pregunta inicial. ¿Un jugador formado en aquello que es ajeno al fútbol, puede ser mejor jugador? La respuesta es sí y el club actúa en consecuencia, no porque crea que un verso mejora un control orientado, sino porque entiende que el fútbol empieza en la cabeza y termina en los pies.
Me gusta pensar en la coincidencia feliz que he encontrado en apenas unos días. Un jugador inteligente, capaz de mirarse a sí mismo con la distancia justa, y un club que activa un proyecto integral porque entiende que el fútbol son hombres que juegan. Aunque no siempre ocurra, hay semanas en que el fútbol parece ser un buen lugar donde mirarse.