Compasión y tragedia del ‘tamarismo’ | Televisión

El debate especulativo sobre la serie Superestar se ha encharcado en si la entenderán los coreanos o los demasiado jóvenes, para quienes Xavier Sardá y Crónicas marcianas son tan históricos como Fortunata y Jacinta y Galdós, y de la misma época. Me sorprende que algo que no le preocupa ni a Nacho Vigalondo, ni a los Javis, ni a Netflix, despierte tantas discusiones en críticos y espectadores a quienes ni les va ni les viene el recorrido mundial de la obra o la segregación de las audiencias. A veces, la crítica española se parece a Josep Pla cuando visitó Nueva York por primera vez y, deslumbrado por las luces, preguntó al guía: “I tot això, qui ho paga?”.

Lo importante de una ficción basada en personajes reales no son sus correspondencias con los modelos ni su relación verosímil o imaginativa con ellos, sino el sentido que la ficción tiene en sí misma. Y ahí, Nacho Vigalondo es impecable. Le ayuda su mundo propio, su onirismo, su obsesión con las realidades paralelas y la facilidad con que las figuras retóricas y los recursos lingüísticos se literalizan y devienen personajes. Desde la primera escena sabemos que estamos en la cabeza de Vigalondo, y no en la de Tamara ni nadie más, y eso basta.

Pero hay una cuestión que a mí me emociona más, y tiene que ver con la aportación de los Javis a la tele, reforzada por las afinidades que han encontrado en Vigalondo: la compasión. El gran mérito narrativo de Superestar es tomarse en serio a una cuadrilla de bufones que no se tomaban en serio ni a sí mismos. Los Javis lo han hecho en casi todas sus ficciones, sobre todo en La mesías y en Veneno: restituyen la dignidad de modelos que la realidad redujo a caricaturas. Para ello, cuentan sus vidas como tragedias. Tamara y los tamaristas se enfrentan a su destino como Hamlet al suyo, y en el camino crecen como personajes redondos, complejos y radicalmente humanos, asaltados por miedos, soledades, venganzas, rencores, tristuras y pasiones que todo el mundo puede comprender, porque cualquiera que haya vivido un poquito las ha sentido.

Eso es lo que distingue a un narrador genial de un cuentacuentos. Quien sabe ver lo humano escondido tras la caricatura puede contarle a cualquiera la más extraña y localista de las historias, que se va a entender siempre, al igual que seguimos entendiendo, casi 30 siglos después, la cólera de Aquiles.

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