Crisis de representación en Perú | Opinión

La destitución exprés de Dina Boluarte por parte del Congreso de Perú, tras invocar la figura de “incapacidad moral permanente”, ha abierto un nuevo capítulo en el ciclo de inestabilidad que desde hace años consume al país. En apenas una década, los peruanos han visto pasar ocho presidentes y varios congresos disueltos, en una secuencia que ha convertido la democracia en un ejercicio de resistencia. Cada crisis se presenta como la última, pero el país siempre regresa al mismo abismo institucional.

La decisión del Parlamento, respaldada por una mayoría improvisada de bancadas conservadoras y fujimoristas fue la culminación de una larga disputa por el poder entre facciones sin proyecto, unidas solo por su capacidad para destruir a los adversarios. Con la asunción interina de José Jerí, Perú entra en una nueva etapa que se anuncia igual de precaria que las anteriores: protestas en las calles, descrédito generalizado y un vacío de autoridad que amenaza con prolongarse. Para más escarnio, sobre el nuevo mandatario pesa una acusación de violación. El resultado es un país atrapado en un bucle sin aparente salida. La política peruana vive bajo un régimen de emergencia permanente. La desconfianza entre los poderes del Estado, el oportunismo parlamentario y la debilidad de los partidos han convertido el Gobierno en una sucesión de parches institucionales. En el fondo, el país enfrenta algo más profundo que una crisis de nombres: padece una crisis de representación.

La fractura entre las élites y la ciudadanía es hoy total. Las encuestas muestran un rechazo masivo a políticos, jueces y congresistas. La calle no se siente representada por nadie. En ese vacío crecen la desafección y el cinismo, mientras la precariedad económica y la violencia se consolidan como la banda sonora cotidiana del país. El riesgo, una vez más, es que el hastío se convierta en indiferencia y la indiferencia, en terreno fértil para los autoritarismos.

En Perú los mejores no quieren hacer política. Y no es difícil entender por qué. El desprestigio del oficio público, las campañas de demolición mediática, las acusaciones cruzadas y la corrupción estructural han ahuyentado a quienes podrían regenerar las instituciones. La política ha quedado en manos de los más resistentes, o los más cínicos, mientras la sociedad civil se refugia en la crítica o en la resignación. Si algo ha demostrado la historia reciente de Perú es que la ausencia de buena política solo genera más caos. De poco sirve destituir presidentes si el sistema que los reemplaza sigue siendo igual de disfuncional. El desafío no es encontrar un salvador, sino reconstruir las reglas y la confianza que permitan que la política vuelva a servir al bien común. Esa reconstrucción pasa por reformas profundas y promover una nueva generación de líderes que entienda la política no como botín, sino como servicio.

La buena política es una urgencia en Perú. Significa volver a los principios de honestidad, transparencia y rendición de cuentas; abrir las puertas a la sociedad, no cerrarlas con cálculos de poder. Si Perú no logra hacerlo ahora, cuando el descrédito alcanza su punto más alto, puede que la próxima crisis no encuentre siquiera instituciones a las que destituir. El país necesita, más que otro cambio de nombres, una refundación democrática. Y esa tarea solo puede venir de la política, la que no destruye, sino la que construye futuro.

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