Puede que el signo más inequívoco del paso irreversible a la vida adulta no sea toparte una mañana con la primera cana. Tampoco empezar a tomar el café solo —»un americano doble sin azúcar, por favor» me he oído decir los últimos años; yo, que siempre había bebido leche con café en vez de café con leche—, ni mudarte del cuarto sin ascensor que compartías con tus colegas de la universidad a otro piso igual o más decadente, pero sin gotelé, a las afueras y con la sospecha de que quizá no volverás a vivir en el centro. El cambio de etapa quizá tampoco lo marque el que, ahora, las cenas copiosas te pasen factura real, que las resacas duren más que la propia fiesta si pasas de la tercera copa —¿resaca? ¿qué era eso a los 18?— o que el grosor y firmeza de tu almohada afecten directamente a tu calidad de vida y capacidad para girar el cuello al día siguiente. A lo mejor, la frontera es otra.
Puede que la fina, finísima línea entre la juventud y la vida adulta esté en el momento en el que el verano deja de ser verano. No pasa nada concreto, no hay una fecha en el calendario ni un parte meteorológico que lo anuncie, pero de un día para otro y sin avisar, se esfuma. Lo que otrora fueran tres meses infinitos es ahora una franja marcada en rojo en el calendario en la que, con suerte, dispones de quince días para no mirar el correo, y ese “no mirar el correo” se convierte en el sustituto oficial del verbo “descansar”. Y sí, quizá ahora viajes más y tus planes se hayan sofisticado, pero de repente y sin venir a cuento eres muy consciente de que tu grupo de amigos ya no te espera en la plaza cada noche, de que has dejado de vivir intensísimos, empalagosísimos y fugaces romances, y las primeras veces cada vez escasean más.
Lo pensé hablando mi amiga Tania. Fue el martes pasado, volviendo a casa a la una y media de la madrugada. Ambas estábamos de vacaciones y habíamos quedado para cenar en un restaurante nuevo cerca del puerto, y de camino a casa nos pusimos a recordar. Tania fue mi vecina en el pueblo costero del sur de Pontevedra donde crecimos y donde, consecuentemente pasábamos los veranos. Mientras ella conducía —con ese aire de estabilidad que confiere el primer coche propio con cargador de iPhone en la guantera— hablábamos de cuando volvíamos a las ocho de la mañana en el autobús, con el último euro de los veinte que llevábamos para toda la noche. Nos obligaba a aguantar despiertas hasta el primer servicio del día siguiente, y gracias a eso acumulamos la mitad de nuestras anécdotas. Nos reíamos, pero también nos daba un poco de rabia porque, de camino al parking, habíamos pasado delante de “nuestra” discoteca de todos los veranos. La misma en la que ese martes una cola infinita de adolescentes esperaba para entrar. Ese sitio —que durante años fue nuestro centro de gravedad— ahora era de ellos. El verano también.
“Por su culpa, las copas ahora cuestan 15 euros» me dijo poco antes de dejarme en casa, inmediatamente antes de un resignado: «En fin… ¿Has visto el último capítulo de El verano que me enamoré?” No lo había visto aún, pero era mi plan para el día siguiente. El verano que me enamoré, para quien no sepa de qué hablo, es una serie empalagosísima e intensísima—como los veranos de cuando todavía existía el verano— que a día de hoy ocupa el top 1 de series más vistas en Prime Video. Y sí, no solo se titula como tu diario de cuarto de la ESO, también ofrece exactamente lo que promete: besos en la playa, triángulos amorosos de manual y un constante efecto de luz dorada que hace que parezca que toda la serie se ha rodado bajo la puesta de sol. Y sin embargo ahí estamos, esperando con ansia al nuevo capítulo de cada miércoles. Y no me refiero a adolescentes con infinito tiempo libre y hormonas a flor de piel, que va; hablo de gente que lleva años archivando sus veranos en carpetas de Google Photos con nombres tipo “Menorca_22”.