Hay ocasiones –muchas y muy variadas, como bien sabe Luisa Ricart (Barcelona, 1983)– en las que ni la familia es sinónimo de protección; ni el matrimonio responde a su promesa de eternidad; ni las amistades están cuando más se las necesita; ni el acceso a la maternidad es una opción viable (al menos, sin que ello conlleve una dosis alta de sufrimiento físico, emocional y económico). Todas estas revelaciones han inspirado el libro A pesar del descrédito (Lunwerg, a la venta desde el 14 de mayo). Un volumen cuajado de reflexiones esperanzadas, con las que la periodista y consultora creativa consigue sanar, relativizar y dotar de sentido –o, al menos, de aceptación– todas aquellas vivencias que en su día representaron un incandescente foco de dolor. La corta extensión de cada uno de los textos, los puntuales toques de humor y el uso de una cuidadísima selección de imágenes en blanco y negro hace, además, que el volumen sea un gran candidato a incluir en la maleta literaria de estas vacaciones.
¿Cuáles han sido tus principales decepciones personales y qué le dirías en la actualidad a tu yo del pasado para que no romantizase en exceso el futuro?
Más allá de la consciencia cada vez más acusada de que el mundo está contaminado, es injusto, mercantilista y atroz, a título personal, los veinte se convierten en cuarenta en un abrir y cerrar de ojos. Un mito de juventud: la familia, los padres, como refugio eterno. Por mucha suerte que se tenga, llega un momento en que el papel se invierte y son ellos quienes necesitan protección. Cada generación enfrenta retos únicos que le corresponden. Otra leyenda urbana: lo de la vocación y las profesiones creativas —el periodismo, por ejemplo—. Antes se veían como una vía de escape a trabajos rutinarios; hoy están peor valoradas, peor pagadas, y la calidad ha caído en picado. Y luego están los autoengaños: que el amor debe adaptarse a un guión determinado. Tururú. Que el cuerpo no falla. Tururú. Que una mente despierta basta para que todo marche en equilibrio. Tururú. La realidad, con sus vaivenes, suele encontrar la forma de descolocarnos.
Una de las imágenes que ilustra ‘A pesar del descrédito’. Dirección creativa y cuerpo de Carla Cervantes.Mònica Figueras
¿Podrías ahondar en tu idea de ‘descrédito’?
Cuando hablo de descrédito, me refiero a esa pérdida silenciosa de valor, a cuando algo que tenía un peso, un sentido, deja de tenerlo. No sucede de golpe, es una erosión lenta, casi invisible. Donde buscaba alegría, ahora busco tranquilidad; donde quería cantidad, prefiero calidad e incluso ausencia; donde elegía lo pulido, me quedo con lo cómodo; donde había música, agradezco el silencio. A veces, por inercia, seguimos en lugares que ya no significan lo mismo. Y, aun así, lo que me interesa del descrédito es que siempre contiene un “a pesar de”, una forma de seguir adelante.
En tu caso, debido a la demencia senil de tu madre o la enfermedad de tu hermano, la familia ha representado un espacio más cargado de sacrificio que de refugio. ¿Cómo han transformado ambos casos tu visión de los cuidados?
Lo cierto es que, gracias a mi padre, he ocupado un rol secundario en esos cuidados. Cuando mi madre enfermó, ambos se trasladaron a vivir al Empordà, y fue él quien se encargó de su día a día. Con el tiempo, al fallecer ella, me ha reconocido que, de los 65 años que pasaron juntos, los últimos fueron los mejores. Ese es mi refugio.
Después de un intento no exitoso de fecundación in vitro, optas por no volver a someterte a un nuevo ciclo. ¿En qué sentido te resulta una decisión liberadora y qué consideraciones te suscita a día de hoy la ‘no maternidad’?
Es un aprendizaje universal. La confrontación permanente es devastadora. La maternidad no es un derecho. Elegir no insistir es, en el fondo, una forma de alivio. Lo más sensato, pues, es hacerse cómplice de la renuncia y aceptar que no hay más allá de lo que realmente existe. Las cosas no deberían ser diferentes; simplemente son como son. Nos imaginamos niños sanos y felices, corriendo libremente por un campo de amapolas. A posteriori se convertirán en adultos entregados, solidarios y empáticos, que, además, mejoraran nuestras condiciones socioeconómicas y paliaran nuestra vejez. Bueno, a veces acontece así. Otras, luego sale lo que sale. Ejem. (Risas)
Portada de ‘A pesar del descrédito’, de Luisa Ricart. Ya en librerías.Lunwerg
¿Cómo ha cambiado tu manera de enamorarte (y tu concepción del amor) después de haber cumplido 40?
Básicamente, dejando de darle muchas vueltas al tema. Prefiero una hoguera pequeña cerca que fuegos artificiales lejos. Con la edad, estoy más segura de mis decisiones (y sus consecuencias).
Por un lado, elogias a tus amigos de toda la vida y hablas de ellos como “personas brillantes que te han ayudado a florecer”. Por otro, cuando reflexionas sobre la amistad en el plano conceptual, aseguras que este tipo de vínculos se caracterizan por su liquidez. ¿Cómo se reconcilian estas dos visiones?
La amistad, para mí, es un territorio de paradojas. Un territorio del que estoy enamorada, dicho sea de paso. Están esas personas que me anclan, que son raíces sólidas, profundas. Pero también reconozco que, en el entorno que habitamos, las relaciones tienen una naturaleza cambiante: se adaptan, se alejan o transforman, porque la vida misma es movimiento. Lealtad, entonces, no significa aferrarse rígidamente, sino acompañar con sinceridad, aceptar esa fluidez sin perder el compromiso. Es en ese equilibrio, entre lo sólido y lo mutable, en la libertad compartida y recíproca, donde encuentro el sentido de la amistad.
A lo largo de todo el libro poner en valor los detalles que te reconcilian «con la idea de seguir» (a pesar del descrédito). ¿Qué haces para no perder el foco de lo ‘aparentemente pequeño’ que se revela como real y significativo?
No se trata de grandes gestos: saludar a los rosales cada mañana —aunque estén plantados en un balcón del Eixample de dos metros por dos metros—, los desayunos largos con algo salado y algo dulce, las series turcas, aburrirme en verano, el orden en casa, poner lavadoras y tenderlas al sol, una escapada a destiempo, una camisa recién planchada, una caja de lápices de colores. Esas pequeñas ceremonias que parecen insignificantes y, sin embargo, sostienen el día. Otro consejo para la Luisa de los 20 (aunque sospecho que no lo necesita): dedica el tiempo que haga falta a descubrir qué actividades te hacen feliz. Las de verdad, no las que suenan bien cuando las cuentas.