De las ‘veladas’ de Ibai a Trump: ¿por qué todo se ha convertido en un combate a puñetazos? | ICON

Veladas de Ibai a Trump

De repente, todo parece organizarse en torno a conflictos. A los versus, usando el argot deportivo. Y cuando se dice todo, aunque pueda parecer exagerado, se habla de cultura, política y por supuesto nuestra vida digital. Da igual donde se ponga el ojo, que ahí espera otro evento bajo la lógica del enfrentamiento: RoRo vs. Abby, Bb Trickz vs. Métrika, Trump vs. Zelenski, Drake vs. Kendrick, Miguel Adrover vs. Rosalía… o tú mismo versus ese que te ha llamado privilegiado en un hilo de comentarios en Instagram. En muchos de estos enfrentamientos no hay ni sangre ni contacto físico. A veces ni siquiera han sido activados por los propios protagonistas. El resultado tampoco importa demasiado.

Vaya por delante que la violencia ritualizada como espectáculo no es en absoluto nada nuevo: desde los gladiadores en el Coliseo hasta las justas medievales, las primeras veladas de lucha libre o boxeo profesional, la humanidad siempre ha necesitado presenciar combates para condensar tensiones sociales en escenarios controlados. La brutalidad ha ido descendiendo y hasta la propia técnica deportiva ha sido progresivamente desplazada por el puro espectáculo, como si nos hubiéramos quedado atrapados en una de las famosas previas en las que Muhammad Ali subía la temperatura y lanzaba provocaciones teatralizadas a sus contrincantes.

El primer gran combate de influencer boxing, protagonizado en 2018 por el norteamericano Logan Paul y el británico KSI (JJ Olatunji), fue también el primer beef de youtubers transformado en un evento monocultural. “Llamo monocultural a experiencias culturales unificadoras compartidas por un gran grupo de personas, todas al mismo tiempo”, aclara el divulgador Nick Susi en su ensayo Si quieres crear un evento monocultural, empieza una guerra. Según el estadounidense, debido a nuestro ecosistema digital fragmentado y a la pérdida de atención y consenso, lo único que consigue reunirnos colectivamente son los combates, los conflictos, las guerras. Lo que importó en el enfrentamiento entre KSI y Logan Paul —que les reportó unos 170 millones de euros— fue el relato: se vendía pura expectación, un meme global en directo donde el desenlace era irrelevante. “No hay ningún interés deportivo real, ningún cinturón de campeón que levantar. El significado de la lucha se deriva de su trama”, apuntaba Brady Brickner-Wood en un artículo en The New York Times titulado Por qué la gente ama ver a influencers dándose puñetazos.

En España, la traducción más rotunda de este modelo es La Velada, el macroevento que organiza Ibai Llanos y que este verano reunió a 80.000 asistentes en Sevilla y nueve millones de espectadores online. La infraestructura parecía la de un Mundial: 36 cámaras y mil trabajadores en un despliegue que mezclaba boxeo amateur con actuaciones de Aitana, Myke Towers o Los del Río. Pero lo que de verdad sostenía el interés no era lo pugilístico, sino la forma en que los combates se presentaban como historias de antagonistas. RoRo (Rocío López Bueno), la tradwife de TikTok con el favor del público, frente a Abby (Abby Cartuja), mucho más politizada a la izquierda. Dos polos aparentemente irreconciliables que reproducían la gramática del wrestling, el héroe y el villano, cada uno proyectando las emociones del público. El resultado del combate era casi accesorio, lo decisivo era el calor narrativo que transformaba al público, convertido en comunidad por un momento.

La Velada no es deporte. Lo llaman sportainment: un modelo de entretenimiento total que mezcla hype, música, memética y espectáculo donde lo fundamental es sentir que millones están contigo en un mismo acontecimiento. La infraestructura mediática construida por estos formatos multiplica el efecto monocultural del versus: durante unas horas, todos hablan de lo mismo. Se busca la excitación del conflicto y la quemazón de la dopamina, la oxitocina y la serotonina a borbotones. Ya no se distingue entre deporte, música y política. Y no importan las posibles secuelas: el influencer boxing tiene riesgos físicos y psicológicos asociados a exponer a aficionados a combates serios, enfatiza la precariedad de carreras que dependen del escándalo y normaliza la violencia como espectáculo. De hecho, en la implicación de algunos participantes se percibe el miedo a desvanecerse si, periódicamente, no ceden a algún enfrentamiento retransmitido.

La académica Yasha Levine aglutina el fenómeno en lo que denomina influencerismo: “La forma más depurada de realismo capitalista, donde el creador está sometido a un mercado que premia lo que divide, lo que polariza, lo que genera tráfico”. Daniel Caballero, periodista musical y divulgador, apunta que “hemos llegado a tal punto de servidumbre tecnológica y algorítmica que la salida más efectiva para recibir atención es, precisamente, luchando. La lucha se externaliza, ya no es digital sino también física. El algoritmo se hace carne. La lucha implica dos oponentes, y estos dos rivales, a su vez, crean polarización en sus fanáticos. Podemos cambiar el mítico ‘divide y vencerás’ por el ‘divide y engagementarás’. Todo esto pasa a ser una especie de terapia de choque en el nombre del Dios algorítmico. Es la misma lógica que se filtró a finales el pasado agosto en el Riverland Fest de Asturias, donde Bb Trickz interrumpió la actuación de Métrika, otra rapera, le arrebató el micrófono y desencadenó una pelea: lo que podía haber sido un bolo más se convirtió en trending topic nacional.

Bb Trickz —nombre artístico de la rapera catalana Belize Nicolau— llevaba meses consolidando su perfil de villana con antecedentes en polémicas con Bad Gyal o Yung Beef, y convirtió el festival en un ring improvisado donde ella misma imponía un guion de sabotaje y venganza. Métrika fue situada en el papel de víctima, el público fue reducido a caja de resonancia y el evento musical quedó subsumido por la lógica del versus. Pasadas unas semanas, Nicolau se disculpó, aunque ya poco importaba. Los versus funcionan porque simplifican la complejidad social en una dicotomía manejable: obligan a tomar partido, nos convierten en cómplices y concentran la atención.

Ocurre también en los despachos políticos. Donald Trump ha entendido que la política puede leerse como kayfabe: el pacto tácito por el que los luchadores y el público aceptan fingir que el wrestling es real, aunque todos sepan que está guionizado. En sus primeros encuentros con Zelenski, no dudó en triturar cualquier atisbo de diplomacia y pasó a humillarlo públicamente, actuando bajo el rol de villano y polarizando a la audiencia con la misma lógica que un luchador. Aunque algo nos dice que todo es un teatro, el engagement se queda.

Es una sensación similar a la que genera cualquier acalorado hilo de comentarios en un post viral. Aunque intuimos que todo es ruido, a menudo acabamos en el barro dialéctico personificando alguno de los roles disponibles: el aporte honesto y constructivo; el comentario cínico que se gane el like de la audiencia más sofisticada; el fandom que defiende su fortín o la posibilidad de acabar contribuyendo sin querer a un linchamiento digital. El conflicto sustituye a la conversación. Como si la red fuera un ring colectivo en el que entran, salen, escalan y al final se normalizan este tipo de microviolencias digitales. Con la conciencia de clase erosionada, los grandes relatos en extinción y la capacidad de consenso neutralizada, la cultura parece no poder evitar los choques frontales para sentirse viva.

Si, como colofón, damos por cierta la teoría del internet muerto —un argumento que afirma que es un entorno generado y controlado por bots y deepfakes—, la conclusión es descorazonadora. Discutimos a diario con inteligencias artificiales repitiendo una vez más la secuencia de provocación, réplica indignada, acusaciones morales y bandos enfrentados. Y ampliamos nuestra cámara de resonancia individual hablando con ChatGPT, una herramienta de la que, como mínimo, por ahora sabemos que peca de complacer demasiado a los usuarios y se convierte en un algoritmo de refuerzo que puede poner en peligro su salud mental. Imaginar el futuro es estremecedor: usuarios moviéndose por el espacio digital de pelea en pelea, de beef en beef, de tangana en tangana, con períodos de entrenamiento con un compañero de boxeo digital propiedad de OpenAl, Google, Meta o el gigante tecnológico que toque.

Daniel Caballero es más optimista: “Hay que darle la vuelta: el conflicto no siempre es mediocre e insulso, es más, los hay que han sido, son y serán indispensables para cultivar el pensamiento crítico en la sociedad. Además de guiar a sus ciudadanos en su autorrealización. En última instancia, de eso trata la cultura”. ¿Dónde nos llevará esta deriva, la lógica del conflicto como elemento unificador? Por suerte, el último evento monocultural no tuvo nada que ver con la lógica del versus. Fue una reconciliación. Antes de María Pombo vs. los puristas de la lectura o Sergio Ramos vs. los puristas del reguetón, la banda Oasis creó un monólogo cultural en positivo de escala global tras años de alimentar, precisamente, el conflicto entre los hermanos Gallagher. Hay esperanza.

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Farándula y Moda

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