‘Debería ser ilegal’, un relato de Andrea Genovart

Debería ser ilegal, por Andrea Genovart

Este relato de Andrea Genovart forma parte de la serie de relatos ‘Pasajes de Esperanza’, publicada en el número de diciembre 2024 de Vogue España.

Conoces una ciudad por cómo te miran cuando te miran mal. Si pasa cuando vas de la mano por la calle con quien compartes genitales, si es porque mezclas rayas con lunares en domingo, si es porque estás fumando en la puerta de un tanatorio con vaqueros claros. Descubres cuál será tu calidad de vida en una ciudad por el repaso descarado de sus ciudadanos. A mí me habían contado que en Seúl nadie se fija si paseas con rulos y mascarilla facial, que les basta con hacerse una idea de a qué altura está el hombro con el que tropiezan. Porque eso era el contacto, allí: choque por accidente y a seguir. Así pues, me esperaban ocho meses de ser un fantasma: a los coreanos les da igual si eres de carne y hueso. Lo importante es que la familia pague la multa cuando te tires a las vías del metro.

Odiaba volar. El sonido de la puesta en marcha. Los flaps levantándose tras unas ventanas diminutas. La pija —porque una azafata siempre es una pija, alta, delgada, rubia, con pelo planchado— sonriendo mientras indica las salidas de emergencia como si fuera una profesora de zumba. Por su seguridad, les recomendamos que mantengan su cinturón abrochado y siempre que la señal luminosa lo indique. Clec. Ya estoy de lleno en la performance jesuita: todos sabemos que, ante la mínima amenaza, de nada servirá ser rehenes en un torpedo gigantesco de metal. Oxidado, cabe resaltar. En el aire uno no puede confiar en un frenazo redentor: delante de los asientos no hay airbags sino cartas de comida en las que un bocadillo cuesta medio alquiler. La gente: ¡pero no tengas miedo!, ¡los pilotos conducen por carreteras aéreas! No, no es verdad. Si te meas en medio de la autopista puedes parar en un área de servicio; o en una cuneta, siempre que haya algo de luz. En cambio, si ahora se incendia un ala no puedo quedarme sentada sobre una nube a esperar que me rescaten por el mero hecho de llevar un chaleco naranja. Este avión cuenta con ocho puertas y dos ventanas de salida; cuatro puertas a cada lado del avión y una ventana sobre cada ala. Todas están señalizadas con la palabra EXIT. La pija, rebelde por llevar un segundo pendiente en una de las orejas que deja entrever por su cola de caballo, termina el baile del robot y se dispone a empezar el del chubasquero salvavidas.

Un trozo de chocolatina me interpela a tres centímetros de mi nariz; me giro. No, gracias, le respondo ladeando la cabeza y alzando la mano. ¿Seguro? insiste el gordo, arqueando las cejas. Debe de haber visto mis ojos fuera de sus cuencas, los labios secos acurrucados como un caracol en su concha: ¿pero acaso la muerte no es un miedo? ¿Y acaso el miedo no tiene rostro? ¿Y qué es un rostro, sino aquello que esconde lo innombrable? El avión avanza por la pista: el juego de la ruleta rusa está a punto de empezar. Como soy una cobarde y si pierdo no quiero enterarme, rescato el blíster de mi bolsillo y me sirvo otro Rivotril. El quinto que retengo bajo mi lengua en media hora; cuento siete restantes. No recomendables bajo ningún caso. Intento hacer de las palabras de la psicóloga un mantra: ¡Volar! ¡Puedes verlo como una fobia o como una metáfora, la metáfora de la libertad! Señora, Ícaro también creía en su liberación mientras se acercaba al sol con plumas de pájaros feúchos después de escapar del laberinto. Estamos parados en el asfalto; los comandantes esperan la señal de despegue. Es enero, es un avión lleno de gente que vuelve. Poca va. Quizás soy la única que voy; quizás porque la gente me ha dicho ¡tienes que ir!, ¡es una oportunidad! No puedes dejarla escapar. Pero ahora no puedo agarrarla: lo haré al aterrizar, cuando pueda arquear los dedos de las manos, cuando los miligramos de clonazepan sean tan solo un destello en los tejidos capilares y mis pupilas, dilatadas, topen con carteles de aeropuerto escritos en otra lengua.

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