Es difícil escribir cuando tu ciudad (de adopción, de acogida, la que tiene un trocito de ti) está cercada por el fuego. Por suerte, ya no el barrio. Ese parque en agotadora cuesta por el que salir a pasear cada domingo, al sol, incluso en enero, y ver de lejos los rascacielos y, más allá, el mar, ya no humea. Pero Los Ángeles (L.A., Eléi, popularmente) es una ciudad que son muchas ciudades y es, otra vez, una sola. Son 10 millones de personas que no se conocen, pero que probablemente saludarán a su vecino al entrar en casa, conocerán sus costumbres; a veces, hasta serán amigos, aunque sea a ratos. LA es muchos barrios separados, sueltos, a veces poco más que una calle. Fuera de ese ecosistema, es complicado (y perezoso) moverse: coche, atasco, un rato larguísimo para llegar a todas partes. Pero ahora eso da igual. Los angelinos se han echado a las calles, independientemente de que estén lejos: el fuego de uno es el fuego de todos. Los estereotipos de clasismo, egoísmo e individualidad se han esfumado.
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