Doble mastectomía: así viví el peaje físico y mental de tener que despedirme de mis pechos

Cáncer de mama: así viví el peaje físico y mental de una doble mastectomía y posterior reconstrucción

«Por descontado, no esperes que vayan a quedar tan bien como las de verdad”. Sentada en la consulta de una clínica de cirugía plástica de Nueva Jersey, observo cómo el cirujano que me han recomendado se dispone a enseñarme su porfolio digital de pechos, con el fin de que elija como en cualquier catálogo. ¿Tan bien como las de verdad? Los acontecimientos se habían precipitado a tal velocidad que el “realismo” no figuraba siquiera entre mis aspiraciones. Resultaba cruel que encima este señor se sintiera en la obligación de desengañarme.

Me detectaron el cáncer muy pronto. Estadio 0. En la mamografía, unas calcificaciones blancas salpicaban el negro de mi carne sana, como estrellas de una noche cerrada a la intemperie. No me iba a morir, ni mucho menos. No haría falta quimioterapia ni radiación, pero el cáncer se había extendido en motas por todo el pecho derecho, y dada mi herencia genética era muy probable que apareciera también en el izquierdo. Era recomendable practicar una mastectomía bilateral. “Va a ser un fastidio”, me dijo el médico que me dio el diagnóstico, a modo de consuelo. Y tenía razón.

Sabía que el cáncer me estaba esperando desde hacía muchos años. Tengo síndrome de Lynch, una mutación genética que prácticamente garantiza padecer múltiples tipos de cáncer a lo largo de la vida. Lo heredé de la familia paterna, pero el cáncer de mama también está muy presente en la rama de mi madre: tanto ella como su hermana lo han sufrido, se han tratado y han sobrevivido. Unos diez años antes de que me lo detectaran a mí, una cirujana de mama a la que acudí por otro problema cogió un papelito usado, calculó a vuelapluma mi riesgo de padecer cáncer de mama y me aconsejó una doble mastectomía preventiva. Yo acababa de cumplir los treinta y me quedé atónita. Pensé “está pirada”. Y tal vez lo estaba, pero también tenía razón.

Recuerdo cuando me empezaron a crecer los pechos: un bultito duro en el tórax que poco a poco se ablandó y se agrandó hasta que tuve que usar sujetador. Luego vino la incomodidad y la vergüenza de la adolescencia, siempre con los brazos cruzados, y más tarde la revelación de que, en realidad, para ser tetas, no estaban nada mal. Según me inculcaron, crecí valorando más la inteligencia que la belleza, la modestia por encima del protagonismo, pero con el tiempo aprendí que, a veces, no me molestaba la atención que despertaban mis pechos; e incluso me gustaba. A los veinte se asentaron en una copa E y empecé a disfrutarlos. Podían conseguir que me sirvieran antes en un bar abarrotado si me desabrochaba un botón extra o atraer la mirada de un chico que me gustaba en una fiesta. Nunca lo habría admitido entonces, pero ahora que ya no están puedo decirlo: tenía unas tetas estupendas.

Vale que debía ponerme dos sujetadores deportivos a la vez para hacer ejercicio y aun así había posturas de yoga que no podía lograr. Vale que muchas de las tendencias clave de los 2000 y 2010 no eran para mí: ni palabra de honor ni espalda al aire ni levantar el busto con cinta adhesiva. Y sí, mi delantera atrajo muchas miradas masculinas, gran parte no deseadas. A lo largo de los años me crucé con hombres que parecían creer que mis pechos existían únicamente para su disfrute personal. A veces había amor de por medio, o al menos un consentimiento mutuo. A veces, era directamente violencia. Más recientemente, mis pechos me sirvieron para alimentar a mis dos hijos, algo tan bonito como doloroso y lleno de contradicciones. Después de aquellos años en los que me convertí en una especie de fábrica de leche, terminé usando una talla inusual –85G–, encargada a un alto precio a una experta corsetera.

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Farándula y Moda

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