La tercera película de Carla Simón, ‘Romería’, cierra una trilogía temática sobre la historia familiar de su autora. Desde su debut con ‘Verano 1993’, la cineasta catalana ha utilizado el cine como medio para buscar respuestas sobre su origen. En aquella película se adentraba en la infancia de una niña que, tras morir sus padres biológicos, era adoptada por una nueva familia. En ‘Alcarràs’, ganadora del Oso de Oro a la mejor película en la Berlinale, retrataba de forma coral la vida de una familia de agricultores en la Cataluña rural que se enfrentaban a la que podía ser su última cosecha de melocotones, ya que la implantación de paneles solares en el terreno era inminente.
Las dos películas, con un tono autobiográfico, presentaban a una autora con una sensibilidad superdotada para plasmar las dinámicas familiares con un poderoso universo visual. ‘Romería’ dialoga temáticamente con ellas, especialmente con ‘Verano 1993’, pero a nivel narrativo se desmarca de sus predecesoras. Simón continúa siendo fiel a su estilo naturalista, pero lleva a la cinta un paso más allá, atreviéndose a incluir elementos que sacuden ese realismo que tanto había explorado con anterioridad.
Estrenada en la sección oficial del Festival de Cannes, ‘Romería’ se divide en dos líneas temporales: una en los 80 y otra en los 2000. Esta última funciona como el cimiento en el que la película se construye, mientras que la otra toma una deriva más lírica. La historia comienza cuando Marina, una chica catalana de 18 años, viaja a Vigo para conocer a la acomodada familia de su padre biológico y conseguir un papel que la reconozca como hija de este para poder pedir una beca para la universidad. A través de conversaciones con diferentes miembros de la familia y apoyándose en el diario que dejó escrito su madre, va reconstruyendo la historia de sus padres, víctimas de la pandemia de sida.
Ambos tiempos se van entrelazando en la narración hasta llegar a un punto donde la película rompe y da un arriesgado salto. El neorrealismo característico del cine de Simón se transforma en ensoñación, en una suerte de realismo mágico que enamora por su osada poesía. La fotografía preciosista de Hélène Louvart destaca retratando los 80 con una textura granulada en unas escenas románticas donde los cuerpos de los protagonistas se entrelazan sobre una cama de algas marinas. A nivel visual, ‘Romería’ es el trabajo más sofisticado de la cineasta, capaz de crear imágenes bellísimas al servicio de una narración sólida y tremendamente ambiciosa.
Es esencial resaltar el trabajo actoral, donde Simón vuelve a optar por trabajar con caras no conocidas. Sus castings son largos y meticulosos pero siempre acertados, ya que aquí nuevamente, cada miembro de la extensa familia está perfectamente escogido e interpretado. Llúcia Garcia, que fue descubierta caminando por la calle, brilla en su doble papel como Marina y su madre biológica, aportando dulzura y luz a sus personajes. Mitch, en su primer papel en un largometraje, se luce especialmente en su interpretación como el padre de Marina.
Pese a tratarse de una obra profundamente autobiográfica, Simón convierte lo personal en político sin juicios ni didactismo, retratando con enorme sensibilidad cómo una generación entera fue borrada por pura vergüenza, por el qué dirán. La directora aboga por llamar a las cosas por su nombre y no esconderlas, ya que lo único en lo que eso deriva es en más dolor. Marina, su álter ego, a diferencia de la mayoría de los personajes más adultos de su familia, nunca tiene ningún reparo en verbalizar que sus padres murieron de sida.
Mediante un relato envolvente, poético y relevante tanto a nivel personal como social, Carla Simón da un paso de gigante a las grandes ligas cinematográficas con ‘Romería’, una película que busca convertir los recuerdos en imágenes para poder resucitar a los muertos.