El desfile primavera-verano 2026 de Valentino ilumina lo que ama esconderse, como un parpadeo salvaje antes de un resplandor
Ya podíamos adivinar por la invitación (palitos fluorescentes para llevar como pulseras) y por el nombre del desfile (Fireflies, que significa luciérnagas) que el último esfuerzo de Alessandro Michele tendría un mensaje más allá de nuestras expectativas. La invitación que acompaña a las pulseras recita un verso de la carta de 1941 que Pier Paolo Pasolini, entonces todavía estudiante en la Facultad de Letras de Bolonia, envió a un amigo: «En la noche de la que te hablé, vimos una inmensa cantidad de luciérnagas».
Si en la creencia popular estos escarabajos son bestias-guía, cuya luz ayuda en la oscuridad y simboliza la belleza, para Pasolini tienen un significado diferente. Para él, de hecho, su desaparición está asociada a la homologación cultural. Y si entramos en el pensamiento de Michele, nada es peor que el conformismo.
Por eso, el director creativo de Valentino hace suya la teoría de G. Didi-Huberman, según la cual: «hacen falta casi cinco mil luciérnagas para producir una luz igual a la de una sola vela». Y eso es precisamente lo que ocurrió en la pasarela, con su atmósfera oscura pero iluminada por intrincados bordados de hilo de oro, abanicos de amarillo líquido, plumas y graciosos voiles y brillos all-over.
En el desfile de Valentino, enjambres de luciérnagas simbolizan preciosos aliados de una moda que cada uno puede hacer suya y personalizar a su gusto
Al fin y al cabo, Alessandro Michele sabe que, de un estilismo, pueden nacer otros mil, al gusto de la persona. La tarea del director creativo consiste en «iluminar lo que ama esconderse, sacando a la superficie tímidos indicios de futuro». Lo hace a su manera, combinando el terciopelo pesado con sedas impalpables, la ligereza de la gasa con la preciosidad de los cristales.
En este caso, los destellos y los signos luminosos son variados: viven en pantalones sastre, joyas preciosas en forma de mariposa, chaquetas y vestidos engastados con bordados, monos y shorts brillantes, trajes atrevidos, vestidos vaporosos, blusas rigurosas y zapatos esculturales.
Allí, el amarillo dorado se convierte en un credo, que puede combinarse con una variopinta paleta de colores, no sólo sastrería gris y negra, desde azules cielo a rosas empolvados, pasando por magentas y blancos ópticos. Una invitación a seguir nuestros instintos, nuestra «luz» hacia la autenticidad.
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