A mediados de octubre de 2013, David Lynch pisaba España como cineasta invitado por el Festival Rizoma que se organiza en Madrid un par de veces al año y que dirige Gabriela Martí. Fue ella la que pensó en un cineasta como él para una cita que cuenta todos los años con figuras de envergadura como él, pero también como John Waters, Deborah Harry o Laurie Anderson. Hace doce años fue el turno de la mente detrás de títulos como Twin Peaks, Terciopelo Azul o Mulholland Drive. El de Montana, que fallecía el 16 de enero de 2025 a los 78 años de edad como consecuencia del enfisema que le diagnosticaron tiempo atrás, se vio inmerso en dos días frenéticos en los que todos los cinéfilos de la capital querían su trocito de Lynch. Pases de sus películas, encuentros con los fans, almuerzos y una fiesta en Ramses en la que no faltaron figuras como Rossy de Palma o David Delfín fueron los actos que dieron el salto a los medios, pero hubo otro, fuera de agenda, que pasó algo más desapercibido.
David Lynch pasó una mañana en un instituto de Coslada en aquellos días. Rompió con todo lo que se podría esperar de un cineasta tan importante como él y hace más de una década decidió que conocer a chavales de 15 y 16 años, alumnos de 4º de ESO de un instituto de una ciudad dormitorio de Madrid, era más importante que atender otras obligaciones. Y todo ocurrió gracias a Marlen Campayo, entonces una recién llegada al sistema educativo público madrileño, sin plaza fija y fan irredenta del director, en el auditorio del Museo Reina Sofía. Aquella tarde de octubre, el cineasta se sentó a dar una charla sobre meditación. Su público estaba compuesto por nombres de la cultura española como Pedro Almodóvar, pero también por fans que hicieron cola durante horas hasta que se completó el aforo. Gente a la que la meditación, a la que Lynch dedicó muchos de sus años de vida, le importaba más bien poco.
En un momento dado, Campayo tomó la palabra en el turno de preguntas y todos los planes de David Lynch en Madrid cambiaron por completo. “Yo no le convencí, fue él quien lo propuso”, explica a esta cabecera. “Le dije de coña que si se vendría y el tío quiso. Cuando fui a darle la mano y a que me firmara su libro me comentó que hablaría conmigo su asistente”, continúa. “Me puse supernerviosa y ya uno de los chicos del festival me confirmó que sí, que había pedido mi teléfono para ver si podía ir al día siguiente a una de mis clases. No me lo creía. Me metí en la cama y me llegó un mensaje confirmando. No me lo podía creer, estaba flipando”. “Cuando apareció al día siguiente en el instituto y me cogió del brazo, imagínate, estaba temblando”.
Fue el 16 de octubre cuando, contra todo pronóstico, David Lynch se personó en aquel instituto de Coslada en el que los jovencísimos alumnos tenían poca idea de quién era aquel señor de tupé blanco. Según contó Campayo entonces a los medios –aquella visita se hizo con cámaras de televisión, no todos los días un director de Hollywood se pasea por un centro educativo de la periferia– lo primero que les dijo Lynch a los chavales era la suerte que tenían de contar con una profesora como ella. Contestó a todas sus preguntas y se marchó a seguir con otras obligaciones menos inesperadas que aquel encuentro con adolescentes. “Yo acababa de llegar de Londres, donde estaba trabajando, y no tenía ni casa en Madrid. Justo me acababan de llamar de interina y vivía con lo que me había traído para una semana de vacaciones”, rememora. “Dormí dos horas de los nervios y de todo. Salgo horrible en todas las fotos, pero, bueno, estaba con él”, recuerda divertida. “Justo ayer estaba viendo las fotos que nos hicimos y antes de conocerlo ya había soñado que nos encontrábamos en un bar. Mi marido dice que tenemos conexión astral”, concluye emocionada.