Pertenezco a esa generación de adolescentes que creció envenenada por el muy americano sueño de unos Levi’s 501, los que tienen la etiqueta roja, para quienes podía convertirse en una pesadilla tener que ir a clase con los de la etiqueta naranja, que costaban la mitad. Algunos padres los compraban pensando que harían la misma función. No comprendían los mensajes ocultos en los códigos del primer marquismo, pero el diablo está en los detalles. Una de las cosas que yo más temía cuando salía al recreo era que alguien me hiciese un comentario sobre mi ropa. Aunque en mi colegio de curas no era obligatorio el uniforme, a mi madre le encantaba vestirme con faldas tableadas de cuadros escoceses con leotardos. Cuando me tocaba ir de esa guisa, siempre un listo con Levi’s se me acercaba y para desviar sobre mí la atención que él llamaba, me decía con mucho retintín mirándome a las lanudas piernas: “¿No tienes calor con eso?”. Estallaban carcajadas. Yo, qué remedio, me reía también, y después rumiaba rabiosa en casa lo que me gustaría haberle contestado: “¿No será que me quieres ridiculizar antes de que te ridiculicen a ti por llevar los etiqueta naranja, mamarracho?”. Nunca me atreví a decirle nada, no sé si por vergüenza, pena o por miedo. De adulta he experimentado nuevas variantes de la misma estrategia: “¿Y ese deje galleguiño?”, me pregunta aún hoy algún madrileño cuando va perdiendo la discusión. El acento es la ropa de las palabras. Dos días antes de que el señor de la cara etiqueta naranja humillara ante todo el planeta a Zelenski, entre otras cosas, por su forma de vestir, se produjo otra escena similar que pasó más desapercibida. Trump le hizo a Keir Starmer, primer ministro del Reino Unido, una apreciación cuando menos insolente: “Precioso acento. Si yo hablase así, habría sido presidente hace ya por lo menos treinta años”. Estallaron carcajadas y Starmer rio también. Parece mentira que algunos adultos no sepan ya que reírle las gracias a un abusón jamás pone a nadie a salvo de su crueldad.
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