El misterio de ‘Abuelotti’ | Fútbol | Deportes

Si en el fútbol decidiese únicamente el talento, es decir, el presupuesto —que permite a unos clubes reclutar a los mejores jugadores y a otros no—, el juego perdería toneladas de intriga, que es uno de los elementos determinantes para que miles de traseros ocupen cada fin de semana las gradas de un estadio. El otro es la identidad, el hechizo de efecto perpetuo, como la marmita en la que cayó Obélix, que se produce cuando tu padre te lleva por primera vez a ver jugar al equipo al que serás fiel toda la vida, en la salud y en la enfermedad. Afortunadamente, existe un factor humano o sorpresa —un ídolo con un mal día; un canterano que sale al final de un partido dispuesto a comerse el campo…— que convierte esos 90 minutos en pura expectación, es decir, en emoción. Lo contrario sería como ir a ver una película de suspense titulada El asesino es tal. Nadie querría comprar esa entrada.

Como el resto de pasiones, el fútbol se alimenta de misterio. No solo deciden las piernas, sino también la coyuntura y el carácter, y es esa pócima la que convierte un 11 contra 11 en un catálogo de infinitas posibilidades. La labor de entrenadores y jugadores consiste en tratar de reducir al mínimo lo imprevisto y sorprender al rival. La de la afición, esperar ese momento en el que las pizarras saltan por los aires y el juego, de imprevisibilidad tozuda, cambia: tres puntos se transforman en uno, ninguno o a la inversa; el pez chico devora al grande; David vence a Goliat.

Conscientes de esa tendencia a la incertidumbre, proliferan en los clubes planes estratégicos para, además de mantener a los futbolistas en forma y evitar la rotura de fibras o sobrecarga, ese latigazo que obliga al jugador a pedir el cambio, controlar también su estado de ánimo, otro factor decisivo en la titularidad y en las sustituciones. Suele haber una relación inversamente proporcional entre la temperatura del campo y la de la grada, que sube cuanta más sangre fría se despliega sobre el césped porque es entonces, cuando el jugador ha logrado abstraerse del hecho de que miles de personas le observan deseando con todas sus fuerzas que falle o que acierte, cuando suelen llegar el gol y la magia. Es una misión tan difícil como intentar cabalgar el tigre, domar a una fiera salvaje, dominar el tiempo y el espacio. Y sin embargo, aún los hay que se atreven a intentarlo.

David Álvarez entrevistó hace unos meses a Eamon Devlin, antiguo abogado de un bufete que cotiza en la Bolsa de Londres que un día, harto de ver la decepción de su hija de 10 años después de jugar cada fin de semana, decidió dar un giro a su carrera, estudiar psicología y convertirse en consultor deportivo. “A su equipo no le iba muy bien: perdían 6-0, 10-0, 19-0… Y cuanto más perdían, más tiempo les hablaban los entrenadores, cada vez más enfadados. Después de un partido que acabó 24-0, lo cronometré: nueve minutos. Por eso mi empresa se llama Minute9. Camino a casa, me dijo: ‘Lo dejo. Puedo aguantar perder, que nos goleen, pero no soporto que los entrenadores me hagan sentir triste”. Y lo dejó. Pensé: ‘Esto es absurdo, debe haber otra manera de comunicarse con los jugadores”. Hoy, Devlin asesora a equipos de Champions sobre cómo abordar el único tramo del partido donde la pelota no está en juego: el descanso. “Es un momento”, explicó, “de muchísima presión a contrarreloj. Estas situaciones requieren protocolos y un lenguaje calmado; nunca alterado. La comunicación efectiva no incluye el enfado”. La táctica del consultor se resume en menos palos y más zanahorias, pero solo un trocito, para que los jugadores utilicen esos 15 minutos sobre todo, para lo que indica la pausa: descansar. El asesor fue convocado por el Real Madrid el pasado octubre para compartir e intercambiar experiencias. Carlo Ancelotti, recientemente destituido como técnico del club, representa bien su escuela, que le valió, en algunos círculos, el mote de Abuelotti por su alergia a la mano dura y su fe en el poder de la carota (zanahoria). El italiano encarna como pocos el misterio de este juego infinito, el mismo que —sin Kroos mediante— provocó su cese después de ser el entrenador merengue con más títulos.

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