Cualquiera que viva en una ciudad como Nueva York sabe de sobra que el bien más preciado es el silencio. Como cualquiera que haya vivido siempre allí, hay unos cuantos lugares a los que voy para escapar de la cacofonía exterior: la Sala de la Tierra de Nueva York (en Dia, el Soho), con su escultura interiorde 250 metros cúbicos de tierra firmada pro de Walter de Maria la pérgola cubierta de enredaderas con vistas al río Hudson en Wave Hill; la esquina más alejada del cementerio Greenwood de Brooklyn a primera hora de la mañana; la sala de lectura de la última planta de la biblioteca Jefferson Market, y San Pablo, la austera iglesia católica de la esquina de las calles Congress y Court, no muy lejos de mi casa.
Después de todo, hasta una conversación en el andén del tren 6 de la estación de Union Square puede ser un reto. El agudo chirrido que emiten los trenes al llegar dispara cada día los decibelios; el año pasado rondaron los 107. Por contextualizar, el Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo afirma que la exposición a más de 100 dBA durante más de 15 minutos al día aumenta las probabilidades de padecer pérdida de audición. Pero ya sea el soniquete del metro, el martilleo de las obras o el zumbido del tráfico al otro lado de la ventana, todos nos hemos acostumbrado al ruido en nuestra vida cotidiana. Y eso es inquietante. Nos creemos inmunes, pero no nos damos cuenta del impacto que todo este ruido tiene en nuestro bienestar físico y mental: cómo agrava la ansiedad, los problemas de sueño o las enfermedades cardiovasculares, además de afectar a nuestra memoria y atención.
La Agencia de Protección del Medio Ambiente anunció que el ruido puede ser peligroso para nuestra salud ya en 1972, cuando el Congreso aprobó la Ley de Control del Ruido, en la que se afirma que este «supone un peligro creciente para la salud y el bienestar de la población, especialmente en las zonas urbanas». Pero este organismo lleva décadas sin actuar (el grupo de defensa Quiet Communities los demandó en 2023 por esa flagrante inacción) y es poco probable que la administración Trump corrija este error, sobre todo teniendo en cuenta que hace poco la agencia se saltó las normas de Aire Limpio que deben cumplir las empresas en lo que respecta a las emisiones de mercurio y cancerígenas.
El poder curativo del sonido
Del mismo modo que el sonido puede acrecentar muchos problemas de salud, utilizarlo de la forma adecuada puede contribuir a mitigarlos. El trabajo terapéutico no consiste simplemente en escuchar música suave, sino en crear un entorno sonoro específico en el que, con la orientación adecuada, las ondas cerebrales pasen de un estado beta activo a un estado alfa e incluso theta, más introspectivo y tranquilo. «Desde el punto de vista de la Física, todo vibra, nosotros incluidos. Cuando empezamos a explorar los efectos del sonido como parte de esta experiencia vibracional, resulta más fácil aplicar los conceptos de resonancia y disonancia», afirma Nate Martinez, profesional de la terapia del sonido y consultor de bienestar corporativo afincado en Brooklyn.
En otras palabras, el sonido puede calmar sus propios efectos. Martinez aprovecha su poder vibratorio a través de las meditaciones (más conocidas como baños de sonido), en las que se utilizan instrumentos concretos, como cuencos tibetanos, para facilitar un cambio en el sistema nervioso de los participantes desde el estado simpático, exacerbado y estresante, al parasimpático, más relajado. Según subraya Martínez, esta práctica no consiste simplemente en que alguien toque un montón de instrumentos para la gente tumbada: requiere un experto que establezca el entorno adecuado e instruya a los participantes para que se apoyen en su respiración.
