En la terraza del bar nazi | Opinión

El estado de la cuestión en X (antes Twitter) en este mes de mayo del año de Nuestro Señor 2025: solo durante la semana pasada, la plataforma se cayó dos veces (según la revista Wired, el incidente estuvo relacionado con el incendio de un centro de datos en el noroeste de EE UU). Un par de semanas antes, a Grok, la inteligencia artificial generativa de la red social de Elon Musk, se le fue la pelota incluyendo en sus respuestas referencias a un “genocidio blanco” en Sudáfrica, aunque se estuviese preguntando sobre el horario de la farmacia de guardia en Castejón de Sos. Consultada más tarde, la propia IA explicaba que el error se debía a “un exceso de celo en las instrucciones de sus programadores para insistir en este asunto en concreto”.

Esa misma semana, Estados Unidos acogía a 59 blancos sudafricanos que, según ellos y el Gobierno de Trump, huían de la opresión. Primer apunte: hay ocho ministros blancos en el Ejecutivo de Sudáfrica. Segundo apunte: X es propiedad de Elon Musk, que emigró de su país natal en 1989, el mismo año en el que el presidente sudafricano P. W. Botha se reunía con el líder negro Nelson Mandela, reconociendo tácitamente que el apartheid era insostenible.

En resumen, el estado habitual de las cosas: la red social de Elon Musk no solo cada vez funciona peor, sino que además es, ante todo y sobre todo, una plataforma para que las obsesiones del sudafricano (nazismo, racismo, transfobia, salvacionismo tecnológico) parezcan mucho más importantes y populares de lo que son, para regocijo de los que ya tenían estas obsesiones de antes y exasperación de todos los demás.

En un artículo en The Atlantic titulado ¿Qué hace la gente todavía en X?, Charlie Warzel recordaba uno de los hilos más memorables del antiguo Twitter: la historia que contaba Michael B. Tager (que ya no está en X) sobre cuando estaba en un bar de mala muerte en Baltimore y vio cómo el propietario expulsaba con cajas destempladas a un hombre vestido con iconografía nazi pese a que no había hecho nada. “Tienes que matarlo de raíz”, le explicó. “Siempre hay uno que llega primero, educado y cortés. Si le dejas estar para no causar problemas, se convertirá en un parroquiano y empezará a traer a sus amigos nazis. Y luego traen más amigos nazis, el resto de la gente deja de venir, y de pronto estás regentando un bar nazi. Y tienes un problema”.

Para Warzel, la analogía del bar nazi es correcta, pero no capta del todo la situación. “Mucha gente usa X meramente para escribir sobre deportes, seguir noticias o ver memes, y probablemente tengan una experiencia digital normal”, considera. “Si hemos de torturar la metáfora, están con sus amigos en una mesa fuera del bar nazi pasando un buen rato, aun cuando oyen alguna grosería a través de la ventana. Otros reconocen que están en un bar nazi, pero este era SU bar en primer lugar y no quieren ceder el territorio, aunque el propietario tontee con los nuevos clientes”.

En España, lo que ata a la gente a X es, ante todo, el hecho de que las instituciones y los servicios públicos están en gran medida encadenados a la plataforma. Pese a la insistencia del presidente del Gobierno y heroicas aventuras como la de la AEMET, los españoles siguen necesitando Twitter para obtener información oficial sobre casi cualquier cosa. Y la insuficiencia de la red de Musk quedó brutalmente en evidencia durante el apagón de abril.

No basta con tantear tibiamente alternativas a X —y no, un canal de WhatsApp no es una alternativa: no insistan— las instituciones no pueden seguir estando (o, peor, dependiendo) de una plataforma que difunde propaganda de ultraderecha. Si uno no está a gusto con la ideología nazi, hay que levantarse de la mesa e irse. Sin pagar.

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