‘Extraordinary’: Lo extraordinario es sobrevivir | Televisión

Pocas palabras me ponen más en guardia que “especial”. Que te adviertan de que alguien es “un poco especial” avecina tormenta y te pasas la vida buscando a “alguien especial” para acabar aceptando que lo verdaderamente valioso, sólo hay que ver First Dates, es toparse con alguien normal. “Especial” es una trampa para osos camuflada en un suntuoso vergel, un trampantojo semántico. En la tronchante Extraordinary te hace especial lo mismo que en cualquier serie de Marvel no te haría pasar de extra: carecer de superpoderes, porque en la realidad alternativa que plantea, al cumplir los 18 todo el mundo recibe el suyo, todos excepto Jen, la protagonista, tan sarcástica y mezquina como marca el canon británico desde Mildred Roper a Fleabag. Puntualizo que son poderes que no les harían ganarse un hueco en Los Vengadores: hay un tipo cuyo recto es una fotocopiadora 3D y una mujer que habla con los muertos, pero no para ayudarles en su tránsito al más allá como la abnegada Melinda de Entre fantasmas, sino para asuntos mundanos, véase burlarse de Hitler o recibir consejos sobre rupturas de la mismísima Lady Di.

Me dirán que no es novedoso, el mundo del cómic está saturado de superhéroes cutres y algunos también saltaron a la pantalla, ahí están los Mistery men con su exhalador de flatulencias mortales y su hombre invisible que sólo puede desaparecer cuando nadie lo mira; también hemos visto jóvenes inadaptados que no saben afrontar sus poderes desde Misfits a Gen V. Lo que aporta la serie de la debutante Emma Moran es la ausencia de la más mínima épica por patética que sea. Aquí nadie quiere proteger a la humanidad, bastante tienen con protegerse de sí mismos, ni siquiera hay villanos, la mayor amenaza es una telépata que pretende recuperar a su exnovio-gato —ovación para Luke Rollason, el ceño más expresivo desde Rowan Atkinson—.

Lo que plantea Moran puede entenderse como una tibia denuncia ante la sobreabundancia de ficciones heroicas —en Disney+, tiene gracia—, pero la cosa fantástica es un mero macguffin, podríamos cambiar la carencia de poderes por la falta de pareja, un trabajo estimulante o un apartamento digno y no se resentiría. Su verdadero centro no es lo extraordinario, sino lo cotidiano: el amor, los amigos, la familia y el paso a la vida adulta; el afán por integrarse en un sistema que, sorpresa, es hostil seas veinteañero, sexagenario, “especial” o un superhéroe cutre.

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