Queer, la controvertida adaptación de la novela de William S. Burroughs a cargo de Luca Guadagnino, había generado grandes expectativas como candidata a hacerse con el León de Oro en el Festival de Venecia. Pero en su recorrido sinuoso y triste por la Ciudad de México de los años 50 y el sur de América, envuelto en tequila, heroína y ayahuasca, este drama bañado por el sol y el polvo acaba convirtiéndose en una pesadilla. Aun así, hay dos elementos que la redimen: Daniel Craig, que interpreta al locuaz antihéroe de la película, y Drew Starkey, de Outer Banks, que interpreta al reservado e inescrutable objeto de su afecto.
Los títulos de crédito con los que arranca la película definen la atmósfera perfectamente: un colchón descolorido en un apartamento de Ciudad de México sobre el que reposan libros, ceniceros, máquinas de escribir y pistolas entre las que se retuercen varios ciempiés. La secuencia, al igual que la película, es elegante, pero también sintetiza la tendencia de Queer a priorizar las imágenes impactantes en lugar de la esencia, algo que termina por resultar irritante.
El colchón es el de William Lee, un expatriado estadounidense que bebe como un cosaco y sale a la caza de día y de noche, recorriendo los bares de la ciudad en busca de carne joven recién llegada. Lo encarna un Daniel Craig de trajes pálidos y sombreros de fieltro a juego, a medio camino entre un insaciable Bond fuera de servicio y el elegante Benoit Blanc de Puñales por la espalda, aunque con mucho menos gancho que ellos: la mayoría de los chicos de la ciudad parecen haber aprendido a evitarle. Pero de repente, deambulando por las calles y con una pelea de gallos de por medio, se topa con un apuesto recién llegado que le sonríe: Eugene Allerton (interpretado por Drew Starkey). Y se produce el flechazo: Lee queda prendado.