A veces me acerco a ese anaquel poco frecuentado, más por nostalgia que por deseo de obtener un provecho práctico. Allí se alinean los seis tomos de la Enciclopedia Internacional Focus, que me han acompañado desde hace más de 50 años en múltiples desplazamientos y mudanzas. La publicó la editorial Argos en los años sesenta del siglo XX sobre la base de una versión original sueca. Como las hormigas que, al cambiar de nido, cargan con los huevos y larvas, así hemos hecho otros a lo largo de las décadas con nuestra biblioteca. Antaño tener en casa una enciclopedia confería prestigio. Se nos educaba en la convicción de que el conocimiento, cuyo abrevadero primordial eran los libros, se debía almacenar en el cerebro, lo que obligaba a la lectura y el estudio con vistas a la memorización. Contra lo que sugiere la pedagogía posterior, no considero que el esfuerzo resultara perjudicial ni mucho menos improductivo. Hoy se prefiere depositar la sabiduría fuera de los cerebros y que los ciudadanos, dispensados de erudición, acudan al lugar correspondiente (Wikipedia, aplicaciones, buscadores de internet) a saciar su necesidad de datos. Ya Platón imaginó un ámbito de las ideas al margen de los sujetos, lo que conlleva un serio inconveniente: los conceptos se tornan información no vinculada a la experiencia; la información tiene dueños; los dueños imponen sus tarifas y condiciones, y crean dependencia en los usuarios.
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