‘Greeters’, los vecinos motivados que te enseñan su ciudad gratis | El Viajero

El paseo va a durar unas cuatro horas, así que acordamos con los niños una contraseña, por si quieren cortarlo antes de tiempo sin resultar desconsiderados con la guía. Sin embargo, casi ocho horas después, sin haber dicho en ningún momento “cachivache”, la palabra acordada, ambos se despiden con besos y abrazos de Ellen Gasnick, una psicoterapeuta de 78 años que ha pasado la jornada enseñándonos Forest Hills, Flushing y Jackson Heights, tres barrios de Queens, a una hora en metro de Manhattan.

La pequeña tiene claro que ha sido el mejor tour de su vida: “Se notaba que no se había aprendido mil fechas de memoria, no me ha pegado rollos, ¡y me ha escuchado! Ha sido como ir con una amiga”. Ella no lo sabe, pero ese es precisamente el lema de la International Greeter Association: “¡Llega como invitado, vete como amigo!”.

La asociación, presente en 47 países y 171 destinos, nació en Nueva York en 1992. Lynn Brooks, neoyorquina de pro, nacida en 1930 en el Upper West Side, creó Big Apple Greeters para mostrar los encantos de una ciudad que entonces tenía fama de ser un lugar peligroso. Tres décadas después, su proyecto (Brooks falleció en 2013) cuenta con más de 3.000 anfitriones voluntarios por todo el mundo, vecinos entusiastas que muestran el latido.

El sistema tiene reglas, la primera es que los paseos son gratuitos y los greeters no aceptan propinas (la web de la asociación, internationalgreeter.org, sí recoge donaciones). Los grupos no pueden ser de más de seis familiares o amigos, y las rutas suelen durar entre dos y cuatro horas, aunque es habitual que se alarguen, explica Gail Morse, la directora del programa en la Gran Manzana.

“¡Y muchas veces acaban en amistades que duran años!”. Los voluntarios, aunque pueden ser aficionados, no son expertos en historia, arte o arquitectura, ni guías turísticos profesionales, sino vecinos con tiempo para compartir lo que les apasiona de su propia ciudad. Parte del trabajo de la directora consiste en poner en contacto al viajero que se apunta online al programa (conviene hacerlo con semanas de antelación) con uno de los 200 voluntarios neoyorquinos que más se adapte a sus intereses, que van de lo más genérico (conocer un barrio poco turístico) a lo más concreto.

“Hace unas semanas vino un bombero alemán que quería visitar las estaciones de bomberos de Harlem”, cuenta Morse, que también se ocupa de fichar a nuevos greeters. ¿Qué tiene que tener un buen anfitrión? “A todos les gusta mucho la gente, son personas que hacen amigos rápido”, dice la directora, “y han de ser flexibles, capaces de cambiar de planes e improvisar sobre la marcha para adaptarse al visitante”.

Anfitriones e invitados tienen en común “la curiosidad”, continúa Morse. Unos buscan conocer gente y experimentar su ciudad a través de ojos nuevos, y los otros, conocer “lo que hace palpitar Nueva York más allá de los caminos trillados”. “El barrio que menos visitamos es Times Square”, asegura.

A 16 paradas en la línea R train de la plaza más bulliciosa de Manhattan está Forest Hills Gardens, la bucólica zona residencial donde Ellen Gasnick decide arrancar nuestra inusual visita a Queens. Aceras arboladas, adosados de estilo neotudor (tejados a dos aguas, fachadas con entramados de madera, vidrieras emplomadas) y una de sus cafeterías favoritas “de toda la vida”, —“aunque es carilla”, previene—.

En Martha’s Country Bakery, la psicoterapeuta empieza a conquistar a los niños, y un poco más allá se gana a los padres parando a demanda en una agencia inmobiliaria para comentar los desorbitados precios de las pintorescas cottages: dos millones de dólares por tres habitaciones. Para compensar, la siguiente parada es “el auténtico Chinatown”, que está en Flushing, un caótico y popular vecindario. Resulta fascinante el hipermercado donde se abastecen los restaurantes asiáticos, en el que hay lineales enteros de distintos tipos de salsa de soja o de té, y una pescadería con exótico marisco y hasta medusas.

En los puestos de comida, los dumplings son más baratos, y más ricos, que en el resto de Nueva York. Ellen —zapato cómodo, mochila, botellita en mano— lleva 33 años siendo greeter y hace unas 70 visitas al año. “Cada una es diferente, de todas me voy con algo nuevo aprendido”, explica entusiasta. Es una enamorada de Queens, donde ha vivido desde cría, pero también del resto de la ciudad. Se jacta de ser “the queen of The Cage” (reina de la mítica cancha de básquet callejero de Greenwich Village, en cuya organización anda metida y a la que nos invita para la próxima), y también de ser “la única judía que se siente como en casa en una misa en Harlem”.

Por la calle va saludando a gente, en Jackson Heights se para a charlar sobre el ICE y la política migratoria del presidente Donald Trump con los cocineros de un puesto de tacos y nos presenta a los dueños de una diminuta joyería bangladesí donde dejan a la niña probarse mil collares. Acabamos brindando con cerveza Arna en un delicioso nepalí, escondido en un callejón al que jamás habríamos llegado solos.

“¡Por Queens! ¡Por Ellen!”. ¿Pero qué ha sacado ella de la mejor jornada de nuestro viaje a Nueva York? “¡Me encanta compartir la ciudad que amo! Ser greeter es adictivo”, dice la reina de Queens antes de desaparecer en el metro a un envidiable paso de neoyorquina que, ahora lo vemos, ha ralentizado por nosotros.

¿Y qué pasa en España?

En España hay solo una delegación de greeters, en San Sebastián, con nueve voluntarios que hablan en varios idiomas. Javier Villena, de 69 años, es un auditor jubilado que se unió al proyecto en 2015. “Me animaron los amigos, porque me gusta mucho la historia y las peculiaridades de San Sebastián”, cuenta por teléfono. Lleva medio centenar de visitas como greeter, explicando la ciudad a viajeros “como si fuese un amigo, de forma muy natural, sin apuntes por escrito, ni pantallas”. Su ruta discurre sobre todo por la arquitectura romántica, construida entre 1864 y 1910, pero también recomienda sus lugares favoritos de pintxos en “lo viejo” (“no los mejores, sino los que a mí me gustan más”) y siempre hace una parada en la pescadería de La Bretxa.

“A los visitantes les fascina el espectacular mosaico de pescados del Cantábrico, especies o cortes que muchos ni conocen, como la dorada o las kokotxas…”, explica Javier, para quien lo mejor de la experiencia es conocer gente. Y añade: “Y el trabajo bien hecho, porque se nota que lo aprecian. ¡Una vez unas chicas francesas hasta me regalaron un ramo de flores!”. Es sus paseos, además de historia, cuenta curiosidades, como aquella vez que le pidieron a Coco Chanel en el hotel María Cristina que subiese a cenar a su habitación porque los otros huéspedes no querían compartir el comedor con una costurera.

“La gente se siente en confianza para preguntar todo tipo de cosas”, dice. Por ejemplo, un turista, ante la falta de diversidad en los elegantes barrios que visitaron, se interesó por la ausencia de inmigrantes. “Le expliqué que claro que hay inmigración en la ciudad, pero existe una barrera invisible que les empuja a vivir a 20 kilómetros de donde trabajan, porque es donde pueden permitírselo”. Por este tipo de interacciones, cada visita es distinta, se enorgullece.

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