Hablemos de la muerte, el gran tabú | Ideas

La muerte no nos suele pillar preparados, ni la propia ni la ajena. Probablemente por desconocimiento de lo que viene después o por estar excesivamente acostumbrados a historias de muerte revestidas de ficción que vemos, leemos, oímos y, en general, consumimos tratando de dejar a un lado que algún día nosotros mismos seremos los protagonistas. Estos relatos no suelen tener demasiado que ver con la sencilla complejidad de, simplemente, dejar de vivir. La realidad indiscutible es que la muerte es parte de la vida. La última, sí, pero parte al fin y al cabo. Y que hablar de ella no debería ser un tabú. “Solo hay dos días con menos de 24 horas en nuestra vida, que esperan como dos paréntesis abiertos que cierran nuestra existencia: uno de ellos lo celebramos cada año, aunque es el otro el que hace que atesoremos la vida”, escribe la doctora estadounidense especialista en cuidados paliativos Kathryn Mannix en su libro Cuando el final se acerca (Siruela, 2020).

Jesús Pozo (Almería, 63 años), periodista y escritor, lleva hablando de muerte toda la vida. Es director de la revista bimestral Adiós Cultural, dedicada íntegramente a la muerte desde 1996. “Morirse da miedo por ignorancia”, dice en el salón de su piso. Coincide la entrevista con el aniversario de la dana que asedió el este de la Península a finales de octubre del año pasado y reflexiona: “Cuando en pueblos como Paiporta —de unos 27.000 habitantes, con 45 fallecidos durante el temporal— hacen un funeral oficial, se planta medio pueblo en la plaza y comienza un luto que no dura días, sino que afecta a más de dos generaciones. Hay veces que la muerte no se puede ignorar cuando te la ponen delante de las narices”. Pozo escribió De cuerpo presente (La Esfera de los Libros, 2011), en el que entrevista a 13 sepultureros con los que habla del fallecido, sus familiares, el ambiente que rodea la ceremonia del entierro, e incluso de la propia resistencia mental del enterrador, que vive en tercera persona centenares de situaciones así cada año.

Pozo narra en el quinto capítulo la historia de Manuel Aguilar (Fuente Obejuna, Córdoba, 60 años), sepulturero —y hoy jefe de enterradores— en el cementerio viejo de Elche desde 1992, que describe cómo una persona que está a diario en contacto con la muerte tiene que prepararse psicológicamente para ella: “Al fin y al cabo somos un trabajo necesario. Cuando termina la vida, alguien tiene que encargarse de este servicio, y nos sentimos útiles porque lo somos. Las familias agradecen que hagamos nuestro trabajo correctamente y con empatía, y les da cierta tranquilidad que así sea”, cuenta Aguilar en entrevista telefónica. Aunque la experiencia va inmunizándolos o, al menos, dotándolos de herramientas para afrontar los momentos duros, sigue habiendo enterramientos con una carga psicológica mucho mayor: “La muerte hay que tomársela como lo que es, un proceso natural que nos toca a todos, pero algunas muertes no lo son. Desde que nacemos nos vamos mentalizando para perder a nuestros padres y abuelos porque lo normal es que les tengamos que enterrar, pero es distinto cuando toca dar sepultura a alguien joven, con sus padres delante. Los entierros son mucho más dolorosos porque la mente humana no está preparada para enterrar a un hijo”, explica Aguilar.

La ayuda psicológica en el duelo

Cuando la muerte de alguien cercano supone una losa mental de la que no somos capaces de deshacernos por nuestros propios medios, siempre es bueno recurrir a la psicología. El duelo, entendido como dolor por la pérdida de alguien, tiene mucho de irracional. Lo explica Alexandra Vega (Palencia, 24 años), psicóloga sanitaria que explica que convencer a alguien de que muchos de los pensamientos que brotan al fallecer un ser querido no son racionales es una tarea complicada: “El paciente tiene que encontrar un espacio seguro para poder expresar lo que pasa por su cabeza, y desde ahí tenemos que empezar a reestructurar esos pensamientos”. El duelo es, según ella, una reacción ante algo que no podemos controlar y nos hace sentirnos inseguros, y evitarlo no es la solución. Es necesario enfrentarlo para lograr llegar a “recordar sin dolor”. Para conseguirlo, la mayoría de las técnicas que menciona Vega tienen que ver con establecer un “diálogo” con la persona que ha fallecido, sea mediante una carta de despedida o mediante la técnica de la “silla vacía”, que consiste en dar un espacio al paciente para que pueda expresar, imaginando que la otra persona está enfrente, aquello que no le llegó a decir en vida. Fuera de terapia, también hay ciertas tareas que podemos llevar a cabo nosotros mismos, tal y como expresa Andrea Jiménez (San José, Costa Rica, 32 años), entre las que destaca el ejercicio físico, hacer actividades que nos llenen, especialmente relajantes, escribir un diario o cualquier tipo de manifestación creativa que ayude a expresar emociones, además de hablar con seres queridos o con profesionales. Recuerda que ir al psicólogo no es un signo de debilidad, “sino un síntoma de fortaleza y amor propio”.

Una mirada distinta, a medio camino entre la filosofía existencial, la espiritualidad laica y la psicología profunda. Es la propuesta del filósofo alemán Wilhelm Schmid (Billenhausen, 72 años), uno de los autores más leídos en su lengua, con el ensayo Sobrevivir a la muerte (Plataforma Editorial, 2024). Lejos de dar respuestas definitivas, invita a pensar la muerte —y el duelo— como una experiencia transformadora, capaz de generar sentido. “El duelo no es solo pérdida”, escribe, “también es la oportunidad de crear un nuevo vínculo, invisible pero profundo, con quien ya no está”. Frente a la visión médica del sufrimiento, propone un “arte de vivir y de morir” que transcienda el dolor. Su perspectiva enlaza con tradiciones que integran la muerte en la reflexión sobre la buena vida, de los estoicos a Montaigne, pero con un lenguaje accesible y sensibilidad moderna, no religiosa, aunque abierta a que algo —amor, memoria, energía— sobreviva a la muerte física. Schmid defiende los rituales como estructura frente al caos de la pérdida y reivindica el consuelo como una necesidad básica. “Solo quien ha sido consolado puede volver a vivir con el corazón abierto”, afirma el pensador, que no busca dar recetas, sino enseñar a convivir con el fin, sin negar el vacío, pero sin quedarse en él.

La muerte es un tabú silenciado. Quien lo sufre, suele acallarlo para sí mismo, explica Lucía Tejero (27 años, Madrid), psicóloga sanitaria, que destaca un cierto patrón de evitación de los pacientes. “Parece que no hay ese punto medio en el que alguien pueda hablar de la muerte como algo esperable y como una parte del ciclo vital”, sostiene. “O no se es capaz de tomar conciencia de lo que supone la muerte o, cuando alguien llega a tomarla, supone una idea demasiado abrumadora para interiorizarla. Falta naturalidad y trato genuino con la idea de muerte”.

Otra de las realidades que plasma el libro de Jesús Pozo es la de los cementerios. Lugares históricamente destinados a rozar los límites del término municipal, alejados lo máximo posible del centro de las ciudades como para no encontrárselos ni por accidente. En el caso del de Elche, como el de otras muchas grandes ciudades, el cementerio se construyó hace más de dos siglos —en 1811— a unos dos kilómetros del casco urbano, y con el pasar del tiempo la expansión urbanística ha acabado rodeándolo de vida. El Corte Inglés, dos institutos, dos residencias de ancianos, un parque de bomberos, un hospital, decenas de edificios y, en breve, un centro deportivo para personas con discapacidad, rodean en 2025 el camposanto ilicitano. Cuenta Aguilar que varios chavales de entre 15 y 18 años, cuando faltan a alguna clase, tienden más a pasar el rato en el cementerio que en el centro comercial. “Vienen en plan lúdico y, la verdad, es de los mejores sitios a los que puedes ir si quieres relajarte y que no te molesten”, explica en el libro.

La invisibilización de la muerte

Esta tendencia a apartar los camposantos del núcleo de los pueblos y ciudades es un claro ejemplo de que, como sociedad, buscamos invisibilizar la muerte. También tendemos a medicalizarla y a convertirla en un duelo familiar o personal íntimo para alejarla del espacio público. Así lo afirma Jordi Moreras Palenzuela (Barcelona, 59 años), profesor de Antropología de la Universidad Rovira i Virgili y autor del libro Socio-antropología de la muerte (Publicacions URV, 2019). Pone como ejemplo el drama de la pandemia, durante la que murieron a causa de la covid-19 cerca de 150.000 personas entre marzo de 2020 y diciembre de 2022, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE): “La pandemia fue tan dura porque puso la muerte a la vista de todos, pero no aprendimos mucho de la tragedia. Estamos muy marcados por la negación de la realidad”. También ha cambiado dónde morimos, y la tendencia es clara: cada vez menos en casa, y cada vez más en hospitales. En 1996, casi la mitad de los fallecimientos se producía en el hogar, y 11 años más tarde la cifra ya había bajado al 43%. “Si quieres morir en casa nadie te pone problema, pero no por la lógica de pasar los últimos momentos con tus seres queridos. De alguna manera te están pidiendo que dejes la cama libre, que vienen otros”.

Esa tendencia a invisibilizar la muerte no solo se refleja en lo simbólico, sino también en lo institucional. Recientemente, el Ministerio de Trabajo y Economía Social ha impulsado una propuesta para modificar del Estatuto de los Trabajadores y ampliar el permiso retribuido por fallecimiento del cónyuge, pareja de hecho o familiares hasta segundo grado de consanguinidad a 10 días hábiles, que sugieren se distribuyan a lo largo de cuatro semanas desde el día de la muerte. La medida reconoce que el duelo no se resuelve en un par de días y que gestionar una pérdida requiere de tiempo, acompañamiento y flexibilidad. En una sociedad que tiende a privatizar el dolor, este cambio legislativo apunta hacia una mayor comprensión del duelo como parte inevitable de la vida.

En hospitales o en casa, solemos morir acompañados. Hijos, padres, demás familiares, amigos y no tan amigos se acercan a pasar los últimos momentos con la persona que se va, en algunos casos como si el hecho de irse supusiese un recordatorio de que, hasta ese momento, estabas. Enric Benito (Palma de Mallorca, 76 años), médico, recomienda acompañar en el lecho de muerte: “Cuando acompañas a alguien que se va y lo haces con serenidad y conciencia, aprendes más de la vida que en 20 años viviendo”. Aunque aprendió hace años, afirma, a aceptar la muerte, no le quita hierro: “Morirse es difícil, y que se muera alguien cercano puede serlo incluso más que morirse uno, pero si se es capaz de abrazarla como algo natural puede convertirse en un momento tremendamente hermoso. La muerte es la mejor escuela de vida”.

Aunque fue un reputado oncólogo durante gran parte de su juventud, podríamos decir que Benito es hoy un profesor de profesores. Lleva años dedicándose a enseñar a los que luego tienen que dar directrices a pacientes y familiares para hacer más llevadero este tramo final desde una perspectiva más metafísica que puramente médica. Cree que el modelo científico ha aportado muchísimo, pero que olvida a la conciencia: “El dolor es orgánico, pero el sufrimiento es humano. Y este sufrimiento lo añade la persona cuando se resiste a aceptar una realidad que no le gusta. La ciencia tiene que abrirse a integrar la conciencia para entender mejor la realidad de la muerte”. Siendo religioso, observa una misma realidad de fondo en el cristianismo, el budismo o el hinduismo, y no se define como creyente, sino como sapiente. Está a favor de la eutanasia, aunque le extraña que haya una ley de eutanasia y no de cuidados paliativos, lo cual cree que se debe a que la primera “es una foto barata para los políticos”. Dicho esto, es defensor de la eutanasia, tanto que confiesa que cuando no era legal ayudó a alguna persona a morir: “Ya ha prescrito, con la barbaridad que supone que algo tan humano tenga que prescribir para contarlo”.

No sabemos cómo es morirse

Si bien la muerte llega tarde o temprano a todo el que vive, no todas llegan igual. Algunas con más sufrimiento, otras con menos. Algunas más lentas, otras más rápidas. La mayoría, eso sí, de muerte natural —en 2024, casi el 97% en España—, entendiendo por estas las que ocurren por enfermedades del organismo no precipitadas por lesiones o agentes externos. Y la mayoría de estas enfermedades, antes de llevar a la muerte, se tratan o se palían sus síntomas en hospitales. Katie Duncan es enfermera de profesión y coach en la muerte por vocación, el acompañamiento a pacientes y familiares en el tramo final en la que les da pautas claras sobre cómo actuar en cada momento. “La muerte llega siempre de una forma muy parecida, por etapas”, explica Duncan. En su libro El proceso de morir describe la muerte como una pérdida progresiva de vitalidad que comienza meses antes del fallecimiento con un aumento en las horas de sueño, pérdida de apetito, sed y vitalidad: “No son síntomas agradables, pero el enfermo lo vive como algo natural, no es plenamente consciente de estos cambios”.

Uno de los motivos por los que no teme a la muerte es la certeza de que, en el 95% de los casos, no duele. “El avance en cuidados paliativos y el hecho de que muchas de las enfermedades no se manifiestan con dolor hasta sus etapas finales hace que muerte y dolor sean términos muy alejados entre sí. En lo que más hincapié hago al aconsejar a mis clientes es en que se preocupen de la comodidad del enfermo, y que sean comunicativos con los profesionales del hospital. Si un médico no sabe qué duele, no puede actuar. Si no sabe que la medicación no está ayudando, no puede cambiarla”. La primera medicina, cree Duncan, para perder el temor a morir es hablar de la muerte. De la propia y de la ajena. Del proceso, de los sentimientos, del “qué habrá después” y de lo que hubo antes, de paliativos, de eutanasia y de todo lo que envuelva a un tópico que, por convertirse en tópico, cree que ha conformado una idea demasiado compleja y tétrica del final de nuestra existencia, cuando es algo simple y natural que da valor a la vida: “Si pensáramos que nunca se acaba, jamás haríamos nada”.

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