He llevado la raya del pelo al medio toda mi vida y la he cambiado por el peinado del otoño
Llevo la raya del pelo al medio desde mi más tierna adolescencia (y de eso han pasado casi 30 años). En muy contadas ocasiones la he ladeado ligeramente creyendo que así reinventaba por completo mi look. Alguna vez, incluso, cuando ya trabajaba como periodista de belleza, parafraseaba al estilista Frédéric Fekkai, quien decía que “cambiar la dirección de la raya del cabello puede transformar por completo el look de una mujer”. Pero esos experimentos duraban poco, muy poco. Siempre he sido de ideas fijas y de poco variar mi melena, así que mover unos centímetros la raya me parecía lo máximo a lo que podía aspirar en materia de cambio de look.
Getty Images
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Hace unos días, tras ver a Scarlett Johansson y Hunter Schafer recuperar la melena bombshell de los 90 con una marcada raya lateral de esas que mueves de un lado para otro con un buen movimiento de cabeza, pensé que quizá podría permitirme jugar. Experimentar. Arriesgarme, incluso. Suena irónico tanta hipérbole para un (aparentemente) simple cambio de peinado. Pero para una persona clásica como yo que lleva años vistiendo de negro y vive los necesarios cortes de puntas de pelo como un cambio radical, realmente mover la raya de dirección suponía salir de mi zona de confort beauty.
Y más cuando, de alguna manera, tenía un poco la teoría en contra. Me explico. Mi querida estilista María Baras siempre dice que este tipo de peinados favorecen especialmente a rostros redondeados porque estilizan y dan volumen en la parte de arriba. Y no es mi caso en absoluto (puede que por eso me haya entregado en cuerpo y alma a la raya al medio). Pero en un alarde de valentía beauty (entiéndase otra vez la ironía y la exageración) decidí probar. Y más cuando la propia María me animó: “Es cierto que cuando se lleva el pelo como tú, más plano y pulido, puedes verte rara al principio. Pero te aconsejo que le des tiempo y lo vivas”, me advirtió a sabiendas de mi poca paciencia a la hora de probar cambios.
Elegí hacerlo un domingo. Y no, no fue casual. Prefería hacer ese cambio un día en el que mi contacto social fuera con mi círculo más íntimo (mi marido y mis hijas) para que los comentarios fueran lo más sinceros posibles. Y, en caso de fracaso, estar en una zona segura, cerca de mi baño, de mis cepillos, de mi Airwrap de Dyson, de mi champú en seco de Nelly (sí, el de toda la vida). Así, si no terminaba de verme o alguna de mis hijas con su honestidad abrumadora, me decía que me veía “rara”, poder volver a mi zona segura en forma de raya al centro. Efectivamente, me cuesta dejarme llevar y si experimento con cierto pudor y recibo un comentario de este tipo, prefiero volver a mi look de cabecera.
La realidad es que la cosa fue bastante bien. Mis hijas comentaron el cambio al segundo: “Anda qué guay, mamá”, me dijo la más pequeña y observadora en estas lides. Y hasta mi marido se percató del cambio. Algo bastante insólito porque, aunque yo nunca he sido de grandes transformaciones de las que hubiera que percatarse, precisamente observador en materia capilar no es.




