Mi niñera, Noreen, llevaba largas uñas acrílicas de color rosa escarchado que, para mi yo de cinco años, eran la personificación del glamour. Me encantaba observar sus manos mientras freía queso rebozado, se peinaba con los dedos repartiendo espuma con aroma a sandía o retorcía el cable del teléfono mientras charlaba con su novio Gene. Incluso cuando se le rompía alguna y se la sujetaba con una tirita, me derretía ante aquel inalcanzable je ne sais quoi adulto de ser toda una mujer con tremenda manicura y la imitaba poniéndome pegatinas de fresas en las puntas de los dedos. Aunque mi madre, artista, era una chica clean –natural y discreta– antes de que existiera un nombre para la estética –llevaba trajes holgados de Comme des Garçons y se cortaba las uñas al ras–, yo coleccionaba esmaltes de Wet n’ Wild y los alineaba en el alféizar de mi ventana como si fuera la orgullosa propietaria de un arcoíris.
En mi instituto de Brooklyn, las uñas larguísimas y engalanadas con puestas de sol o aerografiadas con huellas de camión, como gritando cuidado contra la pintura amarilla, se convirtieron en un accesorio codiciado. (Como tantas cosas buenas, el nail art plagió los looks hip-hop de Lil’ Kim y Foxy Brown, obra de su estilista Misa Hylton, que influyeron a todo el mundo en los 90 y siguen haciéndolo hasta la fecha. Súmale el diseño kawaii venido de Japón, con unos cuantos piercings y cristales, y obtendrás décadas de tendencias).
A lo largo de la veintena, seguí entendiendo las uñas vibrantes como un modo de autoexpresión y, en los salones de manicura de Nueva York, observaba con envidia cómo la bailarina de burlesque del asiento de al lado se aplicaba garras de varios centímetros de largo tachonadas de falsos rubíes. Sin embargo, cuando llegué a los 30, una combinación de madurez, sentido práctico y de cansancio asociado a asumir más responsabilidades hizo que lo más cerca que estuviera de lanzarme a innovar fueran unas cuantas capas de esmalte en alguna ocasión especial. El resto del tiempo, me las cortaba en un momento cuando empezaban a tener mala pinta, manchadas de acuarela y bolígrafo, desiguales y mordidas por el estrés.
Pero llegada la huelga de guionistas del verano pasado, de repente tuve mucho tiempo libre. Y así empezó mi pasión por las manicuras: cuanto más largas, mejor, alentada por la Catwoman de Zoe Kravitz, por los primeros vídeos de Lana Del Rey, por Lil’ Kim combinando el esmalte con las pezoneras. Empecé a meterme en Pinterest, a disfrutar –sin orden ni concierto– de las rayas setenteras, el estampado de arlequín medieval, los florales psicodélicos y los tacones de aguja negros como de Morticia Addams en una rave berlinesa. No importa tu nivel de elegancia cotidiana, tu expresión de género o tu edad, no hay nada como una uña bien producida para señalar contundentemente lo que quieres. Disfruté cada segundo. Sí, tuve que leer un artículo sorprendentemente largo sobre cómo enviar mensajes de texto con uñas de gel (maniobra profesional: usar los laterales de los pulgares, como si estuvieras jugando a la Nintendo) y tuve que armarme con unas pinzas para poder sacar la tarjeta de crédito del cajero. Pero lo que perdí en eficacia, lo compensó con creces la sensación de glamour que me proporcionaron mis dedos recién extendidos.