Marant y Bekker se conocieron hace unos veinte años. Corría el año 2006, y Bekker, natural de Nistelrode, un pueblecito del sur de Países Bajos, solicitó un trabajo con Marant, aunque su francés no era, dice, lo bastante bueno. Pese a ello, «mantuvimos una buena conversación, y le gustó mi trabajo», recuerda. Dos años más tarde, después de trabajar con Phoebe Philo en Chloé, Bekker volvió a ponerse en contacto («A la mierda, pensé, ve a por ello», se dijo), y un día cogió el teléfono y se encontró con Marant al otro lado de la línea. El francés de Bekker había mejorado y empezaron a charlar.
Bekker ya tenía una oferta de trabajo en otro sitio, pero en esa misma llamada Marant le ofreció un contrato de corta duración a partir de ese otoño. Cuando Bekker visitó por primera vez los estudios de Marant en julio, para presentarse justo antes de las vacaciones, recuerda que Marant emergió de las profundidades del archivo vintage de la marca que habita el sótano «con dos trenzas en el pelo, con unas Birkenstock en los pies y un cigarrillo en la boca». Le dijo a Bekker: «Tengo un buen presentimiento: nos vemos después de las vacaciones». Marant recuerda que Bekker le impresionó porque «no era la típica niña tímida; era muy clara, muy directa… y nos gustaban las mismas cosas». Salvo un par de años, de 2019 a 2021, en que se marchó a Saint Laurent, Bekker ha estado en Marant desde entonces.
Cuando empezó, recuerda Bekker, escuchaba los comentarios abreviados de Marant y los memorizaba para que su novio francés se los explicara más tarde («Me iba a casa por la noche y le preguntaba», recuerda Bekker, «¿qué significa esa palabra? ¿Y qué quiere decir cuando dice eso?»). Irónicamente, dado lo mucho que su aptitud para (no) hablar francés influyó en la llegada de Bekker a la empresa, lo cierto es que es otra forma de comunicación –el lenguaje corporal– la que, según ella, acabó siendo el verdadero medio de conocer a Isabel Marant, tanto a la diseñadora como a la marca.