La alargada sombra del trauma: ¿Se transmiten sus efectos de padres a hijos? | Ciencia

Imaginemos un caso extremo de vivencia traumática: una adolescente gazatí ve a sus padres y hermanos morir durante un bombardeo al que ella sobrevive milagrosamente. Supongamos que esa chica sufre, como consecuencia de aquel terrible episodio, un infierno psicoemocional prolongado. Pasa los días sumida en la angustia, en tensión constante, acosada por recuerdos terroríficos, temiendo la inminencia de otra catástrofe. Transcurren los años y da a luz a un bebé que, al poco de nacer, entrega en adopción a una familia quintaesencia de la buena crianza en algún lejano país.

El niño crece querido, sin conocer su origen, sin ver a su madre biológica padecer en silencio ni escuchar su relato, sin impregnarse de una memoria colectiva de horror inefable. ¿Es probable que, aun así, esta persona experimente una zozobra difusa, un temor sin amenaza real a la vista? ¿Tendrá una mayor predisposición a desarrollar un cuadro depresivo? ¿O picos de ansiedad paralizante ante los vaivenes de la vida?

Este supuesto ilustra una pregunta que la ciencia lleva tiempo tratando de responder: ¿Se heredan las secuelas del trauma en su vertiente puramente fisiológica, sin que medie el aprendizaje? De ser así, la clave estaría en la epigenética, es decir, cómo se expresa el ADN (en principio inmutable) a partir de factores ambientales y cómo esos cambios (en principio reversibles) se adquieren o no de nuestros progenitores. Resulta esperable que un trauma produzca transformaciones epigenéticas en el organismo de la víctima. La cuestión es si esas modificaciones también se trasvasan a los hijos —o incluso nietos— junto con la carga estrictamente genética, que permanece monolítica y al margen de lo que uno atraviese en su vida.

Isabelle Mansuy, directora de un laboratorio en la Universidad de Zurich centrado en este interrogante, matiza por videoconferencia que, en rigor léxico, “no es el trauma lo que se transmitiría, sino sus efectos”. Así que, en su opinión, hablar de trauma intergeneracional induce a error, si bien es la expresión de uso habitual en la literatura sobre el tema. También se utiliza cada vez más entre los profesionales de la salud mental o en el libre albedrío de la autoayuda. Como tantas cosas en psicología, se trata de un ámbito muy sugerente para especular sobre las causas del sufrimiento y los remedios para aliviarlo.

La psicóloga Ana García Gómez, que ofrece formaciones sobre este asunto, constata una cierta banalización en el recurso al término y, sobre todo, en sus implicaciones: “Justificar, por ejemplo, que uno es así porque su abuelo luchó en la Guerra Civil”. García Gómez percibe ligereza al abordar un fenómeno muy delicado que aún adolece de amplias lagunas empíricas. Y le preocupa el tirón, incluso entre los psicólogos clínicos, de ciertos enfoques sanadores con sustrato “cósmico” —en especial las constelaciones familiares— que, apunta, “no se apoyan en evidencias científicas sino en la mera sugestión”.

Por el momento escasean pruebas sólidas de que los padres traumatizados carguen a sus descendientes con una pesada losa independiente de la educación que les den. Mansuy sostiene que, en humanos, “prácticamente no sabemos nada sobre la transmisión epigenética de las consecuencias del trauma”. Esto, añade, “no significa que no exista, sino que es muy difícil de probar”. Ella y sus colaboradores centran la investigación en ratones, donde es factible crear condiciones de observación sin interferencias: “Todos viven en jaulas, ven lo mismo, comen lo mismo. Su vida es muy similar”. Aun así, Mansuy explica que sigue siendo complicado saber dónde mirar —entre la multiplicidad de órganos y células— para detectar cambios epigenéticos provocados por el trauma y posibles asociaciones entre progenitores y su descendencia. Existen, por ahora, evidencias de transformación postraumática en las células del esperma de los ratones macho.

Más sencillo resulta analizar los síntomas concretos derivados de exponer a ratones “a situaciones de alto estrés”, y ver si estos se dan también entre sus crías. Ahí, continúa Mansuy, la conexión se antoja diáfana. En ambos casos se observa depresión, comportamientos antisociales y problemas de memoria. Más aún, las manifestaciones intergeneracionales del trauma se expanden al plano estrictamente físico: corazón hipertrofiado, sistema inmunológico débil…

Mansuy se muestra crítica con la repercusión de las investigaciones de Rachel Yehuda, ampliamente citadas como evidencia irrefutable del mal llamado trauma intergeneracional. “Sus conclusiones se han exagerado muchísimo”, considera. Yehuda, que no ha respondido a las peticiones de entrevista de este periódico, halló alteraciones epigenéticas en supervivientes del Holocausto y sus descendientes. En concreto, la concordancia se da en el gen FKBP5, relacionado con la regulación del estrés. Mansuy detalla su cautela: “No podemos concluir que esos cambios hayan sido transmitidos biológicamente por los padres, ni siquiera que estén relacionados con un trauma. Pero si así fuera, quizá los descendientes hayan sufrido otro trauma que no tiene que ver con el de sus padres. O puede que el trauma se haya generado en el seno de la familia por transmisión cultural”.

Corroborada o no, la hipótesis sobre el legado familiar de síntomas postraumáticos parece plausible. Neetje van Haren es profesora en la Universidad de Róterdam y coordina un proyecto financiado por la Unión Europea para conocer los entresijos de la herencia parental en el desarrollo de trastornos mentales. Ella y su equipo diseccionan y combinan “un conjunto de factores genéticos, epigenéticos y ambientales” para calibrar el riesgo de que un individuo padezca esquizofrenia o depresión severa si sus padres han sufrido o sufren alguna de estas enfermedades. Y han establecido que la probabilidad aumenta en un 60-70%, aunque admite que “la parte de ese mayor riesgo que corresponde estrictamente a la parte biológica es todavía bastante desconocida”.

Sin contemplar el trauma per se en sus investigaciones, Van Haren asegura que tales dinámicas de transmisión muy bien podrían darse en este ámbito. “Es lógico pensar que los procesos epigenéticos juegan un rol muy importante en el amplio espectro de la salud mental. El estrés es el estrés y deja una marca biológica; da igual que provenga de haber vivido una guerra o de una depresión”.

Tanto Mansuy como Van Haren remiten a los hallazgos de Ali Jawaid en poblaciones de Bosnia y Pakistán, que apuntan a una mayor vulnerabilidad de la herida traumática durante la infancia. Su línea de investigación podría indicar que, si el trauma ocurre a corta edad, resulta más probable que los cambios metabólicos y epigenéticos asociados afecten a largo plazo a las células reproductoras (esperma y óvulos) y sean, aunque pasen muchos años, legados a los hijos.

La buena noticia es que, al no estar codificadas como condena vitalicia, las secuelas del trauma en víctimas y descendientes pueden revertirse. El neuropsiquiatra Jorge Barudy lleva medio siglo atendiendo a familias con un historial de torturas y otros tormentos ocurridos durante las dictaduras chilena o argentina. Ha creado lo que denomina traumaterapia sistémica, Y no tiene dudas de que “una persona bien tratada y cuidada tiene muchas posibilidades de desarrollarse saludablemente, aunque sus progenitores hayan vivido una experiencia especialmente dolorosa que ha generado una epigénesis destructiva”. A esta, Barudy contrapone la “epigénesis constructiva”, muy ligada a “los buenos tratos en la red socio-afectiva”.

En la asepsia del laboratorio, Isabelle Mansuy ha comprobado que los ratones expuestos a estrés dejan de manifestar síntomas postraumáticos cuando se les inserta durante algunas semanas en un “ambiente enriquecedor”. Así se rompe también la cadena de transmisión. Con el trauma sanado, los ratones procrean y en sus crías no se observa ya herencia alguna de dolor psicoemocional agudo.

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