La Biblia es la Constitución de Israel | Opinión

El 14 de mayo de 1948, el último de los soldados británicos abandonó Palestina y los judíos, liderados por David Ben-Gurion, declararon en Tel Aviv la creación del Estado de Israel, de acuerdo con el plan previsto por las Naciones Unidas. Atrás quedaba una larga historia de pertenencia al Imperio Otomano para dar paso a un conflicto permanente con los Estados árabes vecinos y los habitantes árabes de la tierra que se conocía como Palestina desde la época del Imperio Romano.

Como puede leerse en alguno de los comentarios a la obra clave del sionismo El Estado judío, de Theodor Herzl—, el anhelo del pueblo judío de alcanzar nuevamente “su independencia y soberanía en la Patria de sus antepasados” no cesó en ningún momento desde que abandonó su solar milenario. Si el resto de la comunidad internacional no es capaz de exigir al Estado de Israel el abandono de sus ideas supremacistas, obligándole a convivir con la idea de los dos Estados, el conflicto solo puede desembocar en el exterminio y deportación de la población árabe.

Se ha conseguido colocar en una gran parte de opinión pública el mantra de que el Estado de Israel es la única democracia de la zona, cuando la realidad es radicalmente distinta: es una teocracia desde su fundación. La impotencia de la ONU y el apoyo incondicional de Estados Unidos han permitido su desprecio al derecho internacional y a los derechos humanos. Formalmente, Israel tiene una Constitución, complementada por una serie de leyes básicas que proclaman el carácter judío del Estado y garantizan, teóricamente, la igualdad de derechos para todos los ciudadanos. Se puede comprobar en sus textos que reducen los derechos de los ciudadanos árabes israelíes y, por supuesto, desconocen los de los palestinos.

Lo que está ocurriendo es una consecuencia de las tesis supremacistas, no por razón de la raza, sino por motivos culturales, religiosos e históricos. Así lo proclama la Ley del Estado Nación y lo comparte una mayoría de la sociedad israelí. Es cierto que existen corrientes democráticas en su seno, pero nunca han tenido la fuerza suficiente para revertir la situación. Isaac Rabin lo intentó y le concedieron el Premio Nobel de la Paz. En un mitin en Tel Aviv para explicar los acuerdos de Oslo, su discurso fue premonitorio: ”La paz lleva intrínsecos dolores y dificultades para poder ser conseguida. Pero no hay camino sin esos dolores”. Al bajar del estrado fue asesinado.

Cisjordania no existe en el nomenclátor de los mapas del Estado de Israel, bautizada como West Bank. Traducido al español, significa “margen occidental” o “ribera occidental”. En Israel se la sigue denominando por los nombres bíblicos de Judea y Samaria. El 19 de julio de 2024, el Tribunal Internacional de Justicia de las Naciones Unidas dictaminó que los asentamientos israelíes en Cisjordania violan el derecho internacional y exigió detenerlos y evacuar a los colonos. Añadió que instauran un régimen que puede calificarse como un crimen de apartheid.

En septiembre de 2005, un grupo de juristas realizamos un viaje a Palestina con el objetivo de comprobar las consecuencias que había tenido la opinión consultiva del Tribunal Internacional de Justicia de 9 de julio de 2004, por la que se declaraba contrario al derecho internacional, el muro que el Estado de Israel estaba construyendo para separar su territorio de la Cisjordania ocupada. Siempre recordaré una frase impresa en la parte del muro que daba acceso a la ciudad de Belén: ”Entra usted en un gueto construido por los que murieron en el gueto de Varsovia”.

Tuve la oportunidad de entrevistarme (con la inestimable colaboración de Jordi Pedret) con el entonces presidente del Tribunal Supremo de Israel, Aharon Barak, jurista de prestigio y en estos momentos, representante legal de Israel ante el Tribunal Internacional de La Haya por la denuncia de Sudáfrica. La conversación fue larga y cordial. Versó sobre la sentencia que habían dictado en relación con la ilegalidad del trazado del muro en los distritos de Kalkilia y Tulkarem. El Supremo israelí reconoció que la construcción del muro en esas zonas produce serios trastornos en la salud, en la vida cotidiana, en la escolarización y en el cultivo de las tierras por sus habitantes. Ordenó un nuevo trazado cuya ejecución encomendó a los estrategas militares. Circulaba un dicho entre los palestinos que era un reflejo de la situación: “El muro no nos quita la vida, pero no nos deja vivir”.

Siguiendo la senda trazada por los nazis, del régimen de apartheid se pasó a una particular solución final. El fracaso de la política de guetos, con muertes de soldados alemanes, fue el detonante que desató la furia de Adolf Hitler que convocó una reunión urgente de los jerarcas del nazismo para encontrar una solución final, como se demostró en uno de los varios juicios celebrados en Nurémberg para depurar sus responsabilidades. Israel, como represalia por los crímenes terroristas de Hamás del 7 de octubre de 2023, reaccionó de forma semejante. Dispone de servicios de inteligencia y de fuerzas operativas suficientemente preparadas para combatir el terrorismo, pero el Gobierno decidió que había llegado el momento de cumplir con el mandato bíblico de ocupar la tierra prometida, aun a costa de destruir Gaza y desplazar a todos los habitantes que sobrevivan al genocidio. En el colmo de la impudicia, el primer ministro Benjamín Netanyahu, apoyado por el moderno inquisidor Donald Trump, elegido en el santuario de la libertad de expresión, confirmó que sobre las piedras y la sangre de los asesinados se construiría una fastuosa ciudad de vacaciones. Sería el colmo de la degradación moral del ser humano alojarse en cualquiera de sus dependencias. Las constructoras que quieran participar lucrativamente en el criminal proyecto no tendrán que gastarse dinero en máquinas excavadoras y explanadoras. Los tanques y los bombardeos se han encargado de preparar el terreno para allanar dificultades.

El ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, impulsor del proyecto, manifestó tras su aprobación, sin ambages, que el Estado palestino estaba siendo eliminado “no con eslóganes, sino con hechos”. El 11 de septiembre, el primer ministro Benjamín Netanyahu avaló el plan con su firma oficial en una ceremonia simbólica en la que declaró: “Vamos a cumplir nuestra promesa de que no habrá Estado palestino; este lugar nos pertenece”.

El reconocimiento masivo del Estado palestino es un avance significativo pero inútil si la ONU no consigue un acuerdo del Consejo de Seguridad que restituya el territorio a sus habitantes. La Resolución 2625 (XXV) es clara: “El territorio de un Estado no será objeto de adquisición por otros Estados derivada de la amenaza o (…) el uso de la fuerza”.

El fracaso nos retrotrae a los tiempos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). En su Preámbulo se advierte: ”El desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad”. Las consecuencias fueron trágicas. Si tenemos en cuenta el precedente de los Acuerdos de Oslo, el Plan de paz de Donald Trump está destinado al fracaso. Se parece más a una compra de boletos para el Premio Nobel, acompañada de una rendición incondicional con pérdida de territorios. Se han dado los primeros pasos de intercambio de rehenes por presos palestinos, pero queda mucho camino por recorrer. Soy pesimista, pero ojalá me equivoque.

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